La impresión que dan las portadas de hoy es que contienen la respiración a la espera de cuál es el siguiente peldaño que descenderá la democracia española —lo que queda— en el lodazal del CatalanGate. Que la directora del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) reconozca que pidió y obtuvo el aval del Tribunal Supremo para que sus espías accedieran sin ninguna restricción a los teléfonos móviles de 18 personalidades independentistas, incluido el Presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, como una potencial "amenaza en el Estado", sin que el gobierno español lo supiera —eso dice la Moncloa— es de una gravedad y tiene unas consecuencias que quedan mal acotadas en los títulos fríos y administrativos como los de Ara o el de El País, donde sólo el verbo —"admite", un equivalente de "confiesa"— añade una sombra negativa al hecho. La sensación es que se quedan cortos, que pasan de puntillas, con un deje de incredulidad o por sorpresa, como si no acabaran de creérselo, de digerirlo, o se negaran a reconocer una actuación indisculpable.

¿Por qué Pere Aragonés y los otros espiados suponían, en 2019 y 2020, una "amenaza al estado", como dice El Mundo en su título con afán poco disimulado de justificarlo? Dicho de otra manera, ningún diario indica la motivación de este espionaje indiscriminado ni se sorprende. Cierto, La Vanguardia señala que la legislatura está en peligro y El Periódico alude al enredo que supone el caso, pero el peligro de verdad es que la estabilidad del gobierno se tambalee o la posible vulneración del derechos que supone la operación? ¿Cómo es que el gobierno dice que no sabía nada? ¿El CNI actúa por su cuenta arbitrariamente? ¿Han cumplido su deber los jueces que se encargan de velar para que este organismo actúe escrupulosamente? ¿Qué indicios razonables tenía el CNI que los 18 espiados suponían una "amenaza al Estado"? ¿Por qué no tenemos que pensar que los espiaban por su ideología disidente? ¿Hoy se controla a Aragonès y mañana, a quién? Etcétera. Son preguntas que no se abordan con la mera descripción de hechos de los títulos o las alusiones a sus consecuencias. Los títulos de esta confusión tendrían que ser afilados y amenazadores como una espada y se ven como un ejercicio de diplomacia para que nadie se haga daño. La paradoja es que tanta gente se sigue haciendo daño justamente por eso, por estos títulos miedosos y burocráticos. Quien título pasa, portada empuja. Y así.

Las fotografías de la directora del CNI, Paz Esteban, con la mascarilla puesta en el Congreso, cuando ya no es obligatoria, cargan un simbolismo muy fuerte, muy intenso. En el contexto del CatalanGate, la mascarilla de la jefa de los espías españoles no parece una protección sanitaria, un tapabocas, sino una forma de esconder la cara y ocultar el rostro como la capa de los bandoleros del siglo XVII o la media en la cabeza de los atracadores del siglo XX. La mascarilla de Paz Esteban no es para protegerla o preservar a los otros sino para esconderse ella, ocultar los hechos y disimular su gravedad. Tal vez su sonrojo. Está bien que la mayoría de diarios hayan escogido publicar esta foto y no otra, como La Vanguardia, que da la de Felipe VI con el editor del diario y otras personalidades del Círculo de Economía, que han recibido al Rey en su enésimo viaje a escondidas a Barcelona, un Rey que no osa poner los pies más allá de la primera línea de mar o las instalaciones aisladas y blindadas de la Feria, el palacete Albèniz o Montjuïc.

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