15 de agosto. Una fecha que aquí, en Catalunya, tiene un significado anecdótico, más allá de ser un día festivo que regala 24 horas más de playa para los amantes del verano. En Afganistán, sin embargo, el ecuador del octavo mes del año está marcado en un rojo que recuerda el horror y la infamia de aquella jornada desde que el año pasado se confirmó el peor de los presagios: Kabul, capital y principal ciudad con cuatro millones de habitantes, caía a las manos de los talibanes. Unos hechos que, en su momento, acapararon todas las portadas. Pronto, sin embargo, Afganistán desapareció del marco mental de la sociedad, sumiéndose en una amnesia prácticamente total y solamente interrumpida ahora por el solemne homenaje a aquella efeméride un año después.

Nadia Ghulam es una de las pocas catalanas que no ha dejado de pensar ni un momento en Afganistán. De hecho, este último año es probablemente el periodo que más tiempo lo ha tenido presente. Nacida en Kabul ahora hace 37 años, su vida, como la de todos los afganos, ha estado marcada por el conflicto bélico desde el inicio. Con sólo ocho años, y en plena guerra civil, una bomba caía en su casa y le explotaba encima. Se despertaría del coma seis meses después para descubrir las heridas que ahora le cubrían el cuerpo, y con las cuales ha tenido que aprender a convivir toda su vida. La historia no se acabaría aquí, y como tantos otros afganos se vería obligada a pasar un puñado de meses en el campo de refugiados de Jalalabad en su huida de la miseria. Y en el capítulo más impactante de su vida, optó por hacerse pasar por un chico, Zelmai (el mismo nombre que había tenido su hermano, muerto años antes), y así disfrutar de los derechos que eran negados para las mujeres. Bajo esta identidad se escondió durante diez años, viendo con los ojos del Zelmai los primeros años de régimen talibán y también los primeros de ocupación estadounidense. En 2006 conseguía un billete de salida del Afganistán, con destino Barcelona, todavía vestida de hombre. La experiencia lo animaría a escribir El secret del meu turbant (Columna), obra premiada y traducida además de una decena de lenguas.

Una vez en Catalunya, Nadia ha mantenido a Afganistán en el epicentro de sus acciones. Después de superar todos los obstáculos a que se encara obligatoriamente una persona que no conoce ni la lengua ni las costumbres, ha conseguido formarse profesionalmente para ayudar a la población de su país, centrándose especialmente en las chicas y mujeres afganas. A través de su asociación Ponts per la Pau, actúa sobre el terreno a pesar de encontrarse a casi 6.000 kilómetros de distancia. Además, aprovecha cualquier oportunidad para denunciar la situación en su país con charlas, conferencias y cursos que ofrece a pequeños y grandes. A todos ellos los comparte un solo mensaje, que es su principal objetivo: la paz. Desgraciadamente, esta predicación se ha visto interrumpida por el retorno de los talibanes al poder. Un fenómeno fuera de su control, pero que lo ha golpeado con toda la dureza. En respuesta, Nadia ha evidenciado el dolor, pero también su esperanza, en un nuevo libro, Somiant la pau (Rosa de los Vientos), que, como indica el subtítulo, pretende ser una mirada femenina al nuevo Afganistán de los talibanes.

A lo largo de su escrito, Nadia repasa los hechos de agosto de 2021 y lo que ha significado para el país el retorno de los extremistas al poder. Pero el libro va mucho más allá, y también describe escenas y pensamientos muy personales. Relata, por ejemplo, la experiencia de Maboba, una prima suya que intenta encontrar refugio en Irán, y de sus hermanas, que Nadia intenta desesperadamente traer a Europa en uno de los aviones que abandonaban al país con refugiados ahora hace un año. Los problemas para conseguirlo evidencia el carácter inhumano y burocrático del sistema, que ella misma denuncia ante la dificultad que experimenta para encontrarse con ellos incluso una vez han llegado a España, en Salamanca. "Los gobiernos no lo ponen nada fácil, piden requisitos imposibles de obtener", lamenta en el libro. Hay, también, anécdotas de su infancia, en los que explica que había jornadas en que solo comía una vez, y a veces se veía obligada a alimentarse de barro. Con 16 años era todavía analfabeta, y su sueño era aprender a leer y escribir, algo que nosotros damos por hecho. Eso muestra la disparidad entre su experiencia y el mundo occidental, otra de las temáticas del libro. Y hay, evidentemente, aportaciones feministas, como la cuestión del burka, con la cual Nadia quiere poner el foco sobre la violencia que hay detrás y no tan sólo la prenda de ropa en sí, y también el valor de aquellas mujeres que se manifiestan contra el régimen ("Una protesta con una treintena de mujeres en Kabul es como una de 100.000 en Barcelona"). Pero la idea más presente en todo momento es, como no puede ser de otra manera, construir una sociedad pacífica en Afganistán y en el resto del mundo. "Para llegar a la paz, no puede haber guerra".

Hablamos con Nadia Ghulam sobre su vida y la situación en Afganistán, un año después del retorno de los talibanes.

 

burka afganistan
Mujeres en el Afganistán de los talibanes.

 

¿Cómo acaba la historia de la prima Maboba y la de tus hermanas?

Maboba ha llegado a Irán, está de forma clandestina porque no ha sido registrada como refugiada. No tiene ni permiso para poder ir al médico ni sus hijas podrán estudiar nunca. Es todo clandestinidad como los millones de afganos que viven en Irán. Con respecto a mi familia en Salamanca, he conseguido traerla a Catalunya con la condición que renuncien a la ayuda del Estado. Eso significa que cuando lleguen a Catalunya tengo que mantenerlos yo o buscar algún tipo de trabajo para ellos. Y eso es complicado para aquellas personas que acaban de llegar con los miles de traumas que tienen, con el dolor que tienen, que de repente alguien los acepte y les dé trabajo. Yo, con todo el esfuerzo del mundo, pido ayuda a las personas que conozco, y tengo la suerte de conocer a muchas personas en Catalunya que me quieren y me están echando una mano, pero cuesta mucho. Estoy 24 horas trabajando para mantener a las familias, comprar comida para mis hermanas, mi prima, enviando dinero a la parte de la familia que se ha quedado en Afganistán, y todo con un sueldo de 1.200 euros.

¿Eso es una muestra de la burocracia del sistema de refugiados, como por ejemplo el hecho de que te pidan certificado de nacimiento cuando no lo tienes?

Yo ya he explicado que no tengo posibilidad de conseguir el documento que me piden, pero hace dos años que espero esta solución que no llega nunca. En general, todo el sistema administrativo cada vez está más fallido que nunca. En vez de actualizarse, están yendo atrás. Y si a mí ya me cuesta, ¿como se lo harán personas como mi hermana o mi prima que acaban de llegar y no dominan la lengua?

¿Son estas dificultades una muestra de racismo institucional?

Cuando hablas con individuos, nadie es racista, pero cuando llegas a estas cuestiones ves que la reacción es siempre la misma. Hoy estaba con unos niños haciendo un taller y me decían que la culpa de todo es del Putin y que todos los otros somos víctimas. Yo les digo que no, que todos sumamos, que una persona sola no puede hacer todo lo que está haciendo, hay muchas personas apuntadas detrás suyo. Si miramos las discriminaciones y el racismo, vemos que todos estamos incluidos porque la sociedad reacciona diferente. El verano pasado, muchas personas me llamaban y me preguntaban 'Nadia, ¿cómo podemos ayudar?', pero ahora parece que en Afganistán no pase nada. Ahora nadie le hace caso. Llamo y digo que tengo conmigo una mujer refugiada que busca casa y me llaman 'No, lo lo siento mucho, hemos acogido a una familia de Ucrania y no podemos hacer nada'. Cuando salen las cosas en los medios, la gente empatiza. ¿Hasta qué punto tenemos que llegar a mostrar heridos y muertos para que la gente empatice? Es lo más grave de todo lo que nos está pasando.

Desde el agosto pasado se ha hablado poco de Afganistán, en la prensa.

Ahora saldrá alguna cosa porque justo hace un año de todo eso, pero ya está. Hay muchos artículos que son por encargo, y no interesa el tema. La sociedad en general cada vez está más manipulada. Estamos en la generación de zapping y sólo importan los clics. Es muy triste.

¿La guerra en Ucrania ha mostrado a Occidente qué quiere decir vivir en guerra?

La guerra en Ucrania os ha acercado porque los medios han hablado, y porque Ucrania tiene mucha similitud en el color de piel. Pero, a pesar de eso, mucha gente no está consciente de que es una guerra que nos hace daño a todos nosotros. Los ucranianos tienen miedo por su vida y los gobiernos han respondido manipulando, diciendo que tenemos que armar a los ucranianos para que se defiendan contra los rusos. En mi país, ya se hizo el mismo error, cuando Europa y los Estados Unidos dieron armas a los que se defendían de los soviéticos. Eso es lo que ha provocado 50 años de guerra. Y ahora están haciendo lo mismo. En la escuela, antes los niños y jóvenes me decían que tenía razón, que tenemos que trabajar para la paz. Ahora me dicen que no, que tenemos que tener muchas armas para defendernos. Fíjate como en unos meses todo el mundo está a favor de la guerra.

En sólo medio año, la guerra en Ucrania te ha estropeado todo el trabajo hecho a favor de la paz.

Es muy triste porque deshacen mi trabajo de hormiguita. Hace muchos años que trabajo cada día, repitiendo mi historia a pesar del daño y el dolor me provoca, para que la gente sea consciente y las futuras generaciones no colaboren con las empresas de armas y no tener personas a favor de la guerra. Y de repente, en dos meses ya me los han cambiado. Un día iba conduciendo en el trabajo, y en la radio hablaban de la cumbre de la OTAN de Madrid y como querían más fronteras y más armamento, y me eché a llorar. Recordé mi recorrido escuela por escuela, biblioteca por biblioteca, a pesar del daño que me provoca. Y por unos momentos fue tan duro que lloré mucho. Cuando llegué al trabajo, mis compañeros del trabajo me ayudaron y motivaron, y recordé que no hago grandes cosas como hacen los poderes, pero que con los pequeños gestos gano a muchas personas a favor de la paz.

A pesar de todas las experiencias que has vivido, ¿te consideras una privilegiada?

Oh, sí. Por una razón: al menos, comparado con el resto de mi familia, he podido respirar la paz, cosa que la gente de mi país no ha podido hacer. Durante unos años de mi vida he visto la paz y he visto cómo es la paz. Para mí es un privilegio, es como si me hubiera llenado de oxígeno de la paz. Ojalá la gente de mi país respire por fin la paz, porque desde que nacemos hasta que morimos no sabemos qué es la paz.

En tu libro dices que la visita que hicieron los talibanes a Oslo les sería positiva. ¿Crees que fue así?

Todo lo que es salir de tu zona de confort significa aprendizaje. Si no hubiera venido a Catalunya no habría visto todas las cosas que he podido hacer en la vida. Es importante que los seres humanos puedan abrir los ojos. Para mí los talibanes son seres humanos como nosotros, el problema es que nunca han tenido un bolígrafo en la mano desde pequeños, sino que han tenido un arma en la mano. Los han enseñado a matar y que la mujer no vale nada. Para mí es educativo que en Oslo una mujer se sentara en una mesa con ellos.

Desde Occidente muchas veces se tiene la idea que, si en países como Afganistán las mujeres no tienen derechos, es porque no los reclaman.

Visto de fuera parece así, pero no veis que si estos países todavía funcionan es gracias a las mujeres. A pesar de todas las limitaciones que tenemos, no callemos. Si una persona de aquí trabaja ocho horas al día, yo tengo que hacer dieciséis para transmitir las historias de las mujeres de mi país. Y lo hago porque es necesario que alguien hable de nosotros. Las personas muchas veces no quieren hacerlo porque les hace daño, pero tenemos que hablar igualmente.