La desescalada se acelera como una atracción de feria. Todas las precauciones son pocas, y el final del Dragon Khan puede ser mortal. Por eso, porque manda la incertidumbre, el gobierno de Pedro Sánchez ha empezado a forzar la marcha, el regreso. Se trata de extender el velo del olvido sobre los errores cometidos en la gestión de la pandemia bajo el impulso del retorno masivo, al ralentí, pero masivo, a la normalidad, la llamada “nueva normalidad”. De repente, este lunes toda Catalunya está en fase 1 y media España entra en fase 2. Vuelve la Liga, y los turistas pronto podrán volver a disfrutar de España como destino “seguro”. Del turismo de chancleta y bañador, que tantos puestos de trabajado ha dado, y tanta precariedad ha cronificado, pasamos al turismo de mascarilla, con todo por descubrir.

Prepárense porque la próxima vez, tras la próxima oleada vírica, el tan vilipendiado burkini, quizás en versión de plástico, será obligatorio para bañarse en Formentera o en la Barceloneta. E incluso, para andar por la calle. Pero no nos precipitemos. Por el momento, de lo que se trata es el regreso de los cuerpos que habían desaparecido, de los confinados. Pero ¿en qué condiciones? ¿Qué clase de política, por ejemplo, va a regresar, o va a surgir, de ese estar de nuevo ahí de esos cuerpos hasta ahora poco visibles o cuasi ocultos por imperativos de la pandemia?

Tras la próxima oleada vírica, el tan vilipendiado burkini, quizás en versión de plástico, será obligatorio para bañarse en Formentera o en la Barceloneta

Dice el filósofo Santiago Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo), de 2017, que el ser humano es el único animal que se pasa la vida huyendo de su propio cuerpo. Casi todo lo que hacemos en nuestra vida, sostiene, es una tentativa de dejar atrás nuestro cuerpo mortal. La covid-19 habría dado una vuelta de tuerca a esa tendencia innata. En la pandemia, el cuerpo, esa suma de animalidad y lenguaje que nos constituye como especie, ha devenido algo potencialmente peligroso, vehículo de acogida y transmisión del virus, del mal. De repente, todos los cuerpos han pasado a ser cuerpos feos, rechazables, como habitualmente nos parecen los cuerpos de los inmigrantes o -ay- los de los viejos. Con la pandemia, los cuerpos han sido apartados, inmobilizados, confinados; su libertad de movimiento (el derecho vital mínimo desde que los homínidos bajaron de los árboles para iniciar la aventura humana) ha sido restringida por el soberano, el que dicta el estado de excepción (aquí, los estados de alarma).

Los cuerpos han casi desaparecido del espacio público, ocultos o semi-ocultos tras las ventanas, con acceso limitado y tutelado, quizás, a los balcones, durante largas semanas; filtrados por las pantallas del portátil, desde el que muchas empresas han continuado funcionando, cediendo la primacía a las máquinas, con los cuerpos en segundo plano, convertidos en imagen o mensaje de whatsap. Incluso ahora, cuando el B.O.E. ha decretado el regreso de los cuerpos, la mascarilla obligatoria ocultará en casi todo momento aquello que más los identifica: la cara, el rostro. No hace falta esperar a los robots (el tiempo apremia): descorporalizados, los robots seremos, cada vez más, nosotros. ¿Significa todo ello que vamos hacia la desaparición de la política, sustituída por la mera gestión de datos y automatismos policiales, fiscales, sanitarios? Los síntomas son, cuanto menos, inquietantes.

Imagínense una Diada con un millón de catalanes enmascarados guardando los dos metros de distancia interpersonal

La política que viene trae camisa vieja y mascarilla de diseño. De momento, los primeros cuerpos que han salido a la calle para ejercer sus derechos políticos -en este caso, los de reunión, expresión y manifestación- han sido espoleados por aquellos que, por definición, más combaten los derechos de todos. La ultraderecha -ay, la “izquierda”- ha salido a defender la libertad de todos a lomos de sus coches de lujo en las calles y las plazas de lujo -en Barcelona, en Francesc Macià, claro-. Y es cierto que los coronapijos han sacado a pasear sus banderas victoriosas -esas que siempre vuelven-, y es cierto que sus caravanas han provocado los primeros atascos de tráfico en Madrid y los manifestantes no han respectado la distancia social. En cualquier caso, ya no hace falta ir a una manifestación del 20-N para taparse la cara. Ahora lo exige la nueva normalidad.

He ahí el sutil cambio estético-político-sanitario en la reocupación política del espacio público. Imagínense una Diada de l’11 de setembre con un millón de catalanes enmascarados guardando la preceptiva distancia interpersonal de dos metros, como ha propuesto el conseller Buch -ojo, porque estos catalanes son capaces de cumplir las normas-. ¿Hasta dónde llegaría la cabeza de la marcha? ¿A Waterloo? ¿La autorizaría la delegada del Gobierno en Catalunya? ¿De verdad que Els carrers seran sempre nostres?

La elección tramposa es entre Sánchez, que se presenta como un falso ecce homo de la crisis, o la cólera de Abascal y sus coronapijos (y coronapijas)

De momento, las calles vuelven a ser de los de Fraga Iribarne en la etapa de “la calle es mía”. Pero a Pedro Sánchez no le va nada mal. Si Vox intenta montarle un 15-M ultra al Gobierno es que el Gobierno, parapetado tras Urkullu y Arrimadas, el nuevo centro político para la nueva normalidad, no lo ha hecho tan mal. Y los demás ya lo saben: a ponerse el bozal, es decir, la mascarilla. He ahí la mejor agua de mayo para el presidente en plena desescalada, cuando millones de cuerpos se disponen a volver a la playa, a enterrar el coronavirus en la arena como si fuese una colilla.

La elección tramposa es entre Sánchez, que se presenta como un falso ecce homo de la crisis,  o la cólera de Abascal y sus coronapijos (y coronapijas). Vuelven los dilemas de la transición para inhibir el choque, político, económico social, para silenciar a críticos y disidentes. Se trata de frenar y maquiniar el movimiento de cuerpos vivos aunque sea en la eterna huída de ellos mismos. Cuidado, porque la desaparición de los cuerpos y el retorno de los zombies es el primer paso para la desaparición de la política y el triunfo del imperio de la nadedad que tan bien encarna Sánchez.