A raíz de la gestión de la pandemia de la covid-19 han surgido debates interesantísimos sobre biopolítica, sobre cómo gestionamos políticamente las cuestiones biológicas. El debate central parece situarse en una confrontación entre libertades individuales y sometimiento comunitario. Giorgio Agamben —filósofo italiano que ha centrado gran parte de su producción académica en la biopolítica— y la multitud de liberales que acogen sus posturas, critican que los ciudadanos hayamos cedido al miedo, disciplinados y adoctrinados por un Estado que saca rédito autoritario de la situación y que sólo se preocupa de mantener vivas a las personas.

La solución que proponen para huir del control del estado de alarma es abrillantar los zapatos del individualismo y salir a caminar en libertad, desoyendo cualquier prescripción epidemiológica. Dibujan el liberado como una especie de superhombre nietzscheano, situado por encima del mundano miedo al contagio y de cualquier obediencia a las instituciones, que ejerce su papel de ciudadano liberal hasta las últimas consecuencias, aceptando la propia finitud.

La gestión de la pandemia bebe más del equilibrio económico que de recomendaciones estrictamente sanitarias

La tesis principal es que la vida, por sí misma (la desnuda vida agambeana), no es suficiente para defenderla a toda costa. Sin libertad, la vida deja de tener sentido. Es aquí donde se advierte un error en el análisis. Las decisiones políticas, en época de pandemia o no, relacionadas con la gestión sanitaria de la población, no suelen responder a la supervivencia. De hecho, la biopolítica contemporánea tiene más de control de las condiciones de salud, vinculadas a la productividad y al consumo. Los actuales gobiernos liberales se encuentran con el problema de la supervivencia. Como las personas vivimos más años gracias a diferentes factores, principalmente la tecnología médica, la gestión para hacer viables estas largas vidas en términos económicos es la base de sus decisiones políticas. Así se explica cómo la gestión de la pandemia bebe más del equilibrio económico que de recomendaciones estrictamente sanitarias.

La profesora chilena de filosofía Aïcha Liviana Messina, que ha analizado diferentes discursos filosóficos sobre la pandemia, hace una reflexión muy pertinente. Tanto estas posiciones, que denomina aristocráticas y heroicas, como las que, ligadas al pánico, sucumben al autoritarismo, tienen en común la eliminación del virus. Unas lo ignoran, haciendo ver que no es más que una gripe cualquiera, una excusa del sistema para controlar todavía más impunemente a los ciudadanos. Las otras lo pintan como un enemigo militar contra el que es preciso luchar uniformados y con discursos bélicos.

Habría que preguntarse cómo queremos equilibrar la seguridad con la libertad, los derechos con la responsabilidad, la muerte con la vida

La cuestión que unos y otros ignoran es que el virus, la amenaza en forma de patógeno, la lucha constante para vivir sanos (no para sobrevivir), es la norma. La enfermedad es una realidad. La muerte es una realidad. El sufrimiento, el miedo, la desgracia, también. Si algo provoca la pandemia es acercar conceptos que sólo son la norma para unos cuantos. Democratiza el dolor, la insolencia. Pero uno y otra no son una excepción. Compartamos la realidad, sacándonos la venda de los ojos, sintiendo en carne propia la falacia de la libertad individual, inexistente si no está dotada de otros elementos. En este punto cabe preguntarse cómo queremos gestionar esta situación colectivamente. Cómo queremos equilibrar la seguridad con la libertad, los derechos con la responsabilidad, la muerte con la vida.

También sería interesante desplegar el concepto de libertad y dejar de vociferarlo hueco de contenido. Libertad de quién. Libertad para qué. Libertad desde dónde. Yo, con apoyo económico, salud y afectos, puedo ser libre. ¿Puede serlo alguien que pasa hambre? ¿Puede serlo alguien a quien su salud no le permite hacer realidad sus deseos? ¿Puede serlo alguien sin amor, desprovisto de afectos? ¿Hablamos de la libertad del pobre, del enfermo, del olvidado, o hablamos de la nuestra, la que podemos ejercer escogiendo película en Netflix en lugar de hacer cola en el cine?

Dejemos de vociferar un concepto de libertad sin contenido. ¿Puede ser libre alguien a quien su salud no le permite hacer realidad sus deseos?

Otro argumento debatido es el de la lucha contra el paternalismo institucional. Sería bueno que quien lo critica no se muestre como un ciudadano infantilizado: egoísta, caprichoso, incapaz de entender el sentido colectivo. Sería bueno que actuara como un adulto responsable de si mismo y de otros, consciente de que no es más que un humano rodeado de millones de humanos de los que no está por encima de ninguno. Quizás así, cuando gritamos que no queremos ser mandados hasta el extremo por la institución, marcados y castigados cuando no seguimos la norma, podemos ofrecer algún contrapunto interesante más allá de una rabieta.

Sobre el propio concepto de libertad y su pérdida a raíz de la declaración del estado de alarma conviene recordar aquello del dedo y la luna. El objeto de análisis y crítica no es la pandemia y cómo se gestiona, sino la soberanía de los estados. Este estado de alarma, que dispone desde las instituciones de unos derechos que consideremos nuestros, no es más que la misma naturaleza de un estado liberal moderno. La excepción no es más que la máxima expresión del estado que evidencia su soberanía, su potestad, para decidir lo que está permitido o no, qué es legal y qué no. La libertad "natural", desprovista de gobierno, no existe. Si queremos hablar de libertades y derechos, habrá que hacerlo más allá de la covid-19. Tendremos que cuestionar el Estado y su soberanía. ¿Estamos preparados para hacerlo?

Sheila Marín Garcia es investigadora en Criminología Crítica en el Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos, Universidad de Barcelona.