La decisión tomada en Bruselas por Junts per Catalunya de mantener la candidatura de Jordi Sànchez a la presidència de la Generalitat cuando saben de sobras que tarde o temprano deberán poner en marcha una tercera opción e incluso una cuarta, no sólo tiene como objetivo el desafío al Estado español, también es una forma de ganar tiempo para poder convencer a la CUP de añadirse al acuerdo de investidura.

El grupo anticapitalista vuelve a escribir el mismo guion de la legislatura pasada, cuando consiguió la jubilación anticipada de Artur Mas, un éxito que, por cierto, recibió la mayor ovación de los partidos que después han aplicado el 155. Ahora los cupaires vuelven a poner en riesgo la mayoría soberanista con el argumento de que son los más coherentes, los más valientes y los que siempre van con la verdad por delante, pero a veces no todo es tan obvio, porque la situación no es exactamente la misma.

En el momento en que la CUP decidió presentarse a las elecciones convocadas por Mariano Rajoy asumió -como las otras fuerzas soberanistas- la autoridad española y la legislación tal como se ha aplicado. Todos los partidos soberanistas, también la CUP, entendieron, a pesar de la rabia que les daba, que si no participaban en los comicios, las fuerzas del 155 se repartirían el poder autonómico por una generación y adiós país. Sin embargo, los anticapitalistas, después de obedecer, vuelven a reclamar ahora posiciones firmes de desobediencia y de construcción de la República a cambio de dar apoyo a un gobierno de coalición de Junts per Catalunya y Esquerra Republicana. Y como sus cuatro votos son decisivos, tienen una capacidad de presión enorme.

La CUP sabe que la amenaza de nuevas elecciones genera pánico porque supondría una catástrofe para JxCat y ERC. En cambio, los anticapitalistas seguramente multiplicarían su presencia en un Parlament dominado por Ciudadanos y se podrían consolidar como referente de la agitación soberanista.

Pero lo cierto es que los cuatro votos de la CUP no son tan decisivos como parece. La cruda realidad es que los cuatro cupaires son determinantes porque la represión española impide votar a dos diputados legítimos, elegidos democráticamente por los catalanes. Así que cuesta imaginar que los patriotas más valientes opten por aprovecharse del exilio forzado de dos compatriotas para imponer sus tesis. Así que no lo harán. Les resultará mucho más rentable desmarcarse del programa ['autonomista'] del Govern, ceder para la investidura los dos votos que faltan en atención a la situación de los exiliados, y después poner contra las cuerdas al Govern a cada votación igual que hicieron la legislatura pasada. Todo el mundo recordará cómo hicieron sudar los cupaires al president Puigdemont especialmente con los presupuestos.

Con todo, si el núcleo duro de la CUP adoptara una actitud muy intransigente, in extremis, antes de ir a elecciones, Puigdemont y el diputado Antoni Comín estarían a tiempo de renunciar a sus escaños para que corra la lista y asegurar la mayoría. Ello permitiría al nuevo ejecutivo gobernar mucho más cómodamente que tener que pactar cada ley y cada iniciativa con los anticapitalistas y teniendo que elaborar planteamientos verbalmente radicales que no exciten las ansias carcelarias del Estado. En Bruselas, la renuncia a los escaños se contempla como la última opción, para cuando no se vea más remedio, pero consta que en Barcelona y en Estremera tiene firmes partidarios de ello, porque consideran que el discurso radical de la CUP no garantiza más soberanía y, en cambio, suministra nuevos argumentos a fiscales y jueces y complica todavía más las estrategias de defensa.