Murieron con sólo un día de diferencia. Waiselfisz, el domingo. Bauman, el lunes. El mundo de la comunicación, marcado por el imperativo de lo que las agendas consideran noticiable, convirtió a Bauman en un fenómeno omnipresente en los medios y en las redes. Se recordaba su biografía, se mencionaban algunos de sus textos más emblemáticos, se difundían multitud de fotografías suyas y se hacían los comentarios más diversos, desde el lamento comprensible y justificado por la desaparición de un referente intelectual y una de las voces más lúcidas de nuestra época o el recordatorio de alguna reflexión suya hasta los comentarios más estereotipados que simplificaban una obra de medio siglo con un adjetivo, líquido, que ha acabado por alcanzar el valor de metáfora de una época, aunque Bauman no lo formuló hasta el año 2000, cuando ya tenía 75 años, en una obra tardía: Modernidad líquida.

Y es comprensible. A pesar de ser un académico prestigioso en el ámbito de la sociología, Bauman consiguió lo que está al alcance de muy pocos: trascender su disciplina académica y el mundo universitario al que se entregó durante décadas hasta convertir sus reflexiones sobre el mundo actual y la experiencia humana en materia de debate público. En realidad muy pocos, como él desde los años cincuenta, han conseguido diagnosticar con tanto acierto las tendencias vertebrales de nuestra modernidad y, al mismo tiempo, concentrar sus análisis, siempre inclementes e incómodos, en la denuncia crítica de las injusticias y desigualdades de nuestra época. Pero la suya no fue una aventura exclusivamente del conocimiento: desde los años setenta todo su trabajo está marcado por un muy fuerte impulso ético. Estaba convencido que el pensamiento no está sólo al servicio del conocimiento ni, por supuesto, de la academia, sino al servicio de los otros y de la transformación del mundo. Bauman tenía una extrema sensibilidad ante las injusticias y desigualdades, no en balde consideraba a Emmanuel Lévinas el filósofo más importante del siglo XX, aquel judío lituano que, de manera premonitoria, ya se había anticipado en el lúcido descubrimiento que “la moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera”.

Bauman fue víctima él mismo del antisemitismo que lo expulsó, primero, de la Polonia ocupada por los nazis y, después, de la universidad polaca

Bauman analizó las transformaciones del mundo del trabajo en la sociedad post-industrial y denunció las condiciones del trabajo precario como la esencia del nuevo proletariado y el origen de unas desigualdades absolutamente injustificables e intolerables. Dedicó reflexiones durísimas a la crisis del proyecto europeo, a la obsesión economicista, a la preocupación por la producción de riqueza desvinculada de la preocupación por su distribución. Y, últimamente, intervino, con voz clara y contundente, en los debates sobre la educación o en la interpelación, a su juicio inexcusable, con que los nuevos refugiados obligan a retomar el viejo deber imperativo de la hospitalidad. Víctima él mismo del antisemitismo que lo expulsó, primero, de la Polonia ocupada por los nazis y, después, de la universidad polaca, después de dos décadas de ejercer como profesor, desarrolló una muy aguda crítica contra la alergia ante la diferencia que caracteriza todo tipo de fanatismo. Estaba convencido de que el principio de responsabilidad es el que tiene que regir cualquier implicación en la vida pública y lo exigía a los otros con la misma intensidad que se lo aplicaba a sí mismo.

Nada de lo que se ha dicho en las horas posteriores a su muerte es excesivo. Su lucidez ha iluminado nuestro presente en su ambición más digna: trabajar por una mejora de las condiciones de vida, por una mayor igualdad y por una más extendida justicia.

Hinda Waiselfisz había muerto el día antes que Bauman, en una habitación del Hospital Clínic de Barcelona. Cuando murió, la búsqueda de su nombre en Twitter no daba ningún resultado. Era judía, como él, y también había nacido en Polonia. Ella, diez años después de que él, en Varsovia. Y, como él, también había salido de la Polonia ocupada por los nazis en 1939. Bauman huyó a la URSS, con catorce años. Waiselfisz, con sólo cuatro, pudo viajar a Argentina, con su madre, cuando su padre, que había ido antes, alarmado por el ascenso de Hitler a la cancillería del Reich, y que ya conocía, por la lectura de Mein Kampf, el odio antijudío de los nazis, consiguió dinero para pagarles el viaje. Waiselfisz se libró, por pocos meses, del destino trágico de los judíos de Varsovia a partir de la creación del gueto. De la familia que se quedó en Polonia, catorce tíos suyos por parte materna y diecinueve por parte paterna, con los hijos e hijas correspondientes, prácticamente no sobrevivió ninguno, apenas media docena. Los demás murieron asesinatos en el gueto o en los campos, empezando por su abuelo más querido, rabino en Varsovia, que murió por una infección después que los nazis le arrancaran brutalmente la barba dentro del gueto.

En Argentina vivió como apátrida durante dos décadas, y se quedó hasta el golpe militar que instauró la dictadura. Antes, había militado, como Bauman, en el Partido Comunista, fue encarcelada durante un año por participar en una huelga de estudiantes en la Escuela de Bellas Artes, viajó a París con una beca que le permitió estudiar y trabajar como escenógrafa, viviendo en primera línea los hechos de mayo de 1968 y, otra vez en Buenos Aires, cuando las amenazas contra su libertad y su vida fueron alguna cosa más que una hipótesis remota, se exilió del país. En 1985 se instaló con su hija Daniela Rosenfeld en Barcelona, donde vivió hasta el final.

En Barcelona, estuvo implicada en varias iniciativas culturales de la comunidad judía, que se esforzaba por recuperar una cierta normalidad después de la dictadura franquista, y jugó un papel cultural de extraordinaria relevancia, con su hija Daniela, en la creación, puesta en marcha y mantenimiento del Festival de Cine Judío de Barcelona, que ha permitido la presencia continuada entre nosotros de una filmografía extraordinaria que ha alimentado y enriquecido, nuestra mirada y nuestra sensibilidad durante las casi dos décadas de su historia. Por no mencionar otras iniciativas culturales, muchas de ellas ligadas a la memoria histórica y al activismo político, y otras, mucho más discretas y silenciosas. Era una presencia regular, y especialmente activa, en los actos vinculados a la memoria judía, como los que tenían lugar en el Parlament de Catalunya en recuerdo de las víctimas del exterminio nazi, el día internacional en memoria de las víctimas del Holocausto, o en la Plaça del Rei, cuando se recordaba, en los últimos años, el estallido del odio antijudío de la Noche de los Cristales Rotos. También, en algunas iniciativas memorables que acogió la Filmoteca de Catalunya, gracias a la complicidad de Esteve Riambau y Octavi Martí, como el aterrador ciclo dedicado a la filmografía de propaganda nazi, que dejó un rastro, entre los que tuvieron ocasión de visionarlo, completamente inolvidable, de manera muy especial durante la proyección de “A Film Unfinished”, un filme estremecedor de Yael Hersonski, hecho a partir de las bobinas filmadas por los nazis en el interior, precisamente, del gueto de Varsovia.

Hinda Waiselfisz ha sido una persona extraordinaria, de una dignidad, una rectitud y una altura descomunales. Su exigencia ética y su bondad, como saben todos los que la conocieron, era ejemplar, modélica, admirable. Cada vez que muere alguien es como el fin del mundo. Con ella, también, sólo que su mundo era muy grande, y abarcaba toda nuestra época, con sus tragedias devastadoras y sus utopías truncadas. Pero es difícil, hoy, cuando ya descansa en la tierra de los bosques de Collserola, pensar en ella y no pensar en la vida, no en la muerte. Igual que es difícil no pensar en su ironía, en su sensibilidad ante de cualquier tipo de injusticia, en su dureza inclemente contra el fanatismo y la estupidez, en su lucha contra el olvido. Su pensamiento no estaba, en esto, como puede adivinarse, demasiado lejos del de Zygmunt Bauman. Un Plutarco de nuestra época podría escribir, si no atendiera a la urgencia informativa de la agenda y si no estuviera marcado por el estereotipo de la fama, unas vidas paralelas. Una biografía tocada por la analogía y por la misma lucidez y la misma dignidad.

Estoy convencido que tanto Bauman como Waiselfisz se estremecían, como hemos hecho muchos estos días, cada vez que oían la melodía de “Zog Nit Keyn Mol” 

Era fácil, con ella, aprender, a través de su ejemplo, que el judaísmo es fundamentalmente pre-ocupación, responsabilidad infinita por el otro. Lo mismo que Lévinas había dicho, desde una perspectiva teórica: “Judaísmo o responsabilidad ante el universo entero”. Ella encarnó, de manera vital, luchadora y entusiasta, este principio ético como norma de vida. Aunque la muerte de Waiselfisz no haya provocado el estruendo mediático que ha provocado la de Bauman, somos una multitud los que la admirábamos y queríamos y que no podremos olvidarla, ni a ella ni su ejemplo, absolutamente singular y exigente. Por todos los lugares que pasó, dejó el testimonio de su energía, su coraje, su lucidez insobornable, su tenacidad, sus ganas de vivir, su hambre de justicia frente a todas las salvajadas y a las derivas peligrosas de nuestro tiempo.

Estoy convencido que tanto Bauman como Waiselfisz se estremecían, como hemos hecho muchos estos días, cada vez que oían la melodía de Zog Nit Keyn Mol”, aquella canción que el poeta y partisano judío Hirsh Glick creó en el gueto de Vilna en 1943, inspirada por la revuelta del gueto de Varsovia, que enseguida se convertiría en el principal himno de los partisanos judíos en su resistencia al nazismo. Su letra ilumina estas dos vidas ejemplares, marcadas por la denuncia de las injusticias y las desigualdades y por el horizonte de un mundo más justo, más tolerante y mejor desde el punto de vista ético: “¡Nunca digas que estás al final del camino! Aunque los cielos de plomo sustituyan los días azules, nuestra hora anhelada llegará, con nuestra marcha decimos: ¡aquí estamos!”.

“¡Aquí estamos!”, es exactamente eso: la exigencia de una presencia necesaria para hacer de la vida no sólo un paso huidizo por el mundo, sino el lugar de una trinchera, que no se puede abandonar ni en las circunstancias más adversas, para levantar la voz, ¡y bien alta!, cada vez que se suscita el odio contra el otro hombre sólo a causa de su alteridad y su diferencia.