Han vuelto. Los veo correr por las calles camino al autobús, con la legaña pegada al ojo y el inapropiado léxico aprendido durante el verano que los abuelos relacionarán con la puta televisión y la mierda de los dibujos infantiles. Están radiantes, morenos, magullados de vida y libertad. Los pequeños ocupan las aceras con sus mochilas con ruedecitas como en una procesión de hormigas, llamados al orden por las siempre poco valoradas profesoras y acompañantes. Recuerdo los primeros días de clase como una mezcla de ilusión y nervios en donde lo más importante era escoger con quién te sentarías al lado y con respecto a qué distancia del profe. Una decisión que marcaba el curso escolar y que provocaba el aislamiento de ciertos individuos que exigían la distribución del aula según el sistema alfabético. Sólo conseguían más collejas. De todas formas, al mediodía se acababa aquello, e incluso los más infelices podían olvidarse de las clases hasta el día siguiente. Algunas tardes bajábamos con las bicis y los patines al patio del recreo y dos días por semana podíamos ir a gimnasia rítmica o a piscina. Los raritos iban al conservatorio y casi todos los niños a fútbol. Ahora, mientras sólo los afortunados vuelven a casa para comer, la mayoría pasan más horas en el cole que muchos adultos en sus puestos de trabajo. Después, son depositados en una nueva actividad deportiva, para continuar con la academia de –varios– idiomas y acabar el día con las imprescindibles clases de piano y de danza contemporánea.

Esta semana los universitarios se instalaron en sus inhabitables pisos y las noches de los miércoles y jueves vuelven a su alboroto infernal. Gritos y más gritos, peleas, sexo callejero, rotura de botellas y meada en el portal. Vivir en un casco histórico es muy poco compatible con un trastorno de ansiedad. Y sin embargo, nada que ver con antes, cuando Santiago era una ciudad literalmente tomada por estudiantes que hacían botellón hasta en el salón de tu casa. Era la época previa al Plan Bolonia, cuando la asistencia a clase no era obligatoria y aparecer por clase era una distracción con la que sólo unos pocos comulgaban. La vida se veía pasar en pijama desde el raído sofá de cuadros del salón/cocina/comedor/casa de citas. 

El gimnasio también se ha llenado. Esto me lo imagino, porque apenas he vuelto desde hace casi dos meses. Los primeros días de septiembre son demasiados los seres humanos que deciden cambiar de talla y no me gusta mezclarme con la marabunta sedienta de sudor y lágrimas. Hace tiempo que decidí pagar únicamente sesiones sueltas. Como cada año, los usuarios flotantes (esos que están estorbando a los de siempre y que nunca se han quitado los flotadores) irán desapareciendo paulatinamente a medida que se acerquen las Navidades, para volver a repuntar en enero por los excesos navideños. Son productos del capitalismo y el sentimiento de culpa. Es esa gente capaz de pagar varios meses seguidos para “obligarse” a ir. Esa gente gracias a la que pueden seguir funcionando las instalaciones de los centros deportivos.

Los primeros días de septiembre son demasiados los seres humanos que deciden cambiar de talla y no me gusta mezclarme con la marabunta sedienta de sudor y lágrimas

Después está el fútbol, el primer partido que marca el inicio del calendario más importante de España: la Liga, ahora llamada algo así como Liga Adelante BBVA. Y Gran Hermano. De los resultados del primer partido no tengo constancia, pero la noticia del modelo con peluquín me ha llevado directa a la pantalla buscando ese rastro de trampa en una cabecita tan bien peinada. Diecisiete ediciones después y tras la despedida de Mercedes Milá, el programa obtuvo un 24% de share en su gala de estreno, su segundo peor estreno de la historia, que sigue siendo una cuota de pantalla altísima.

Y entre tantas novedades, también está el desamor. Las estadísticas dicen que los divorcios aumentan hasta un 30 por ciento en septiembre por el mayor número de separaciones de pareja producidas durante el mes de agosto, el mes de las vacaciones. Sólo la sólida, sincera y aburrida rutina podrá parar esta sangría amorosa. Volvamos al trabajo, al cole, al paseo por las diez actividades extraescolares, a la preocupación por los kilos de más, al fútbol y, sobre todo, a Gran Hermano.