Cuando veo que Agustí Colomines y Antoni Puigverd coinciden en comparar a Elsa Artadi con la primera ministra de Nueva Zelanda porque también es mujer y porque también se ha retirado a descansar, pienso en Xavier Trias. Cuando veo que Marc Álvaro vaticina que los partidarios de la independencia volverán a la marginalidad de los años ochenta como si la Transición no hubiera venido después de una guerra civil y una dictadura, pienso en Xavier Trias. Cuando veo que Artur Mas hace ver que se afeita la barba de proscrito para escenificar que quiere volver a la política, pienso en Xavier Trias.

También pienso en Xavier Trias cuando veo que a Salvador Illa le basta con un casino y una carretera para perdonar la vida a ERC como si fuera la Convergència business friendly que se entendía con el PP. O cuando Toni Soler sale del Polònia para quejarse de que la gente silbe a Oriol Junqueras en vez de vehicular su descontento contra España. Bernat Dedéu recordará una reunión que hicimos con un prohombre de CiU, poco antes del 1 de octubre: “Chicos, ya nos hemos puesto de acuerdo con ERC. Si la CUP no lo estropea con un intento de revolución, haremos la independencia. Ahora lo que tenéis que hacer es escribir contra España”.

Trias parece que esté en todas partes porque encarna el deseo húmedo de todos los sectores políticos, económicos e intelectuales que vivían del sistema de equilibrios del 78 y que ahora viven de remover la basura como auténticos vagabundos. Oriol Junqueras ha tenido bastante con prostituir un poco a Gabriel Rufián para polarizar España y ahora los partidos del Estado no saben si volver al régimen de 1978 o ir directamente 150 años atrás, al caciquismo de la Restauración. Hay que reconocer que Junqueras hizo un movimiento audaz, después del 1 de octubre, agarrándose como un boxeador al cuerpo de la izquierda española.

En España, los cambios de régimen empiezan siempre en Barcelona, pero se dirigen y se cierran siempre desde Madrid 

Para volver a encerrar el independentismo en el sótano del ogro español, Madrid necesita un interlocutor que pueda pactar con el PSOE y el PP, al estilo de CiU o el PNV. Necesita un virrey que contribuya a forjar la unidad de España, no que la divida y ponga en evidencia sus odios africanos como hace Junqueras. Salvador Sostres ya contaba el invierno pasado, cuando empezó a desenterrar a Trias desde el ABC, que el exalcalde de CiU es un hombre que, formalmente, puede pactar con todo el mundo. El hecho que esta posibilidad sea estrictamente formal y tenga poco recorrido práctico también es una ventaja para los palanganeros de Vichy.

En España, los cambios de régimen empiezan siempre en Barcelona, pero se dirigen y se cierran siempre desde Madrid y, de momento, en Madrid solo están de acuerdo en pedir la extradición de Carles Puigdemont. Trias, pues, es un comodín que sirve para que todo el mundo haga hervir la olla y para que todo el mundo pueda hacer sus experimentos y sus propuestas para consolidar el clima de cretinización. De las elecciones en Barcelona, el Estado sacará la primera fotografía fiable de las posibilidades del nuevo régimen español. Es natural que los cómplices del 155 se hagan ilusiones con Trias y que la abstención de los independentistas convergentes no haga ninguna gracia.

La Segunda República necesitaba a la clase obrera catalana para aguantarse y por eso se hundió y Franco pudo exterminarla. El régimen del 78 necesitaba a la clase mediana catalana y la emergencia del independentismo le ha hecho perder el prestigio y los equilibrios de poder. En el fondo, cuando La Vanguardia dice que la ciudad está sucia, quiere decir que está sucia de independentistas y Trias alimenta la fantasía de una nueva mesa de diálogo liderada por los amigos del conde de Godó. La actualización de la unidad de España, si se concreta, se hará con los huesos del ensanche que quería convertir Barcelona en una capital de Europa.

En el nuevo régimen español, Barcelona sólo podrá ser un escaparate internacional de la pacificación. Y Trias sirve para soñar que todo se acabará con la detención de Puigdemont. O para olvidar que el catalanismo ha tenido 100 años de fuerza precisamente porque se coció (y durante muchos años supo cómo sobrevivir) marginado de las instituciones.