Hay días que basta con leer los articulistas de La Vanguardia o de El Periódico, o de cualquier otro diario castellano, para darse cuenta que si Putin se ensaña con la vida de los ucranianos, los españoles destruyen el espíritu de los catalanes. Pedro Sánchez y sus asesores no están tan lejos como se creen del presidente ruso y su corte de generales. España y Rusia solo son dos extremos de la putrefacción a que las concepciones más materialistas del Estado Nación han llevado a Europa. 

Putin creyó que podría pasar por encima de la voluntad de los ucranianos porque tenía más tanques y más soldados y ahora está enfangado en una guerra que si no vigila le costará la cabeza y el prestigio del país que tanto ama. Los españoles creen que pueden desmoralizar a los catalanes y destruir su voluntad de ser un país normal de balde, solo a copia de envilecer a políticos y de ablandar los conceptos con mentiras blancas. Sin hacer ruido, también hipotecan su futuro con la esperanza de tapar la miseria que les vendrá con los harapos de la desgracia ajena.

Lo pensaba el sábado pasado, mientras leía el último artículo del notario Burniol sobre el acuerdo entre ERC y el PSOE para abolir el delito de sedición. Burniol dice ahora que, por culpa de Pedro Sánchez, Catalunya va hacia un referéndum de autodeterminación. El 2015 aseguraba que con Podemos la política iba a vivir un proceso de regeneración. Mis amigos republicanos se ríen con pena porque saben que es mentira. Saben que Burniol escribe estas gilipolleces para hacer ver que la democracia española todavía tiene algo que ver con Catalunya.

Así como los rusos son prisioneros del militarismo que llevó Europa a dos guerras mundiales, en España todo se resuelve a través del hedonismo que los americanos esparcieron para vender sus productos. Son dos culturas rivales del siglo XX, que tienen en común el estadio de momificación en el cual se encuentran. Tanto en Moscú como en Madrid creen que la voluntad de los individuos es un problema que hay que eliminar por el bien del orden colectivo y de la historia. En Moscú los líderes van disfrazados de Napoleón, aquí parecen vendedores de seguros.

Tanto en Moscú como en Madrid creen que la voluntad de los individuos es un problema que hay que eliminar por el bien del orden colectivo y de la historia

Ni Madrid ni Moscú tienen interés en recordar que el mundo funciona, en buena parte, gracias a la fuerza de la voluntad individual; que es el esfuerzo de los hombres concretos para hacerse valer aquello que estimula la esperanza y la creatividad y, sobre todo, mantiene el mal a raya. No es casualidad que la voluntad del ciudadano corriente fuera una de las columnas vertebrales del imaginario de Jordi Pujol, de Vicens Vives o Josep Pla. Y tampoco es casualidad, naturalmente, que ni Franco, ni Felipe González, ni Aznar sintieran la necesidad de hablar de estas cosas en sus discursos patrióticos no nacionalistas.

Si cogemos los discursos de los partidos procesistas y los comparamos con la propaganda de los diarios de Vichy, veremos que tienen en común el mismo desprecio por la dimensión espiritual de las naciones y los individuos. Moscú quiere destruir el espíritu de los ucranianos a través del derecho de conquista; Madrid quiere destruir el alma de los catalanes a través de las preventas y la comodidad de los derechos adquiridos. Si el futuro del continente se juega en Kyiv y en Barcelona es porque en ninguna parte de Europa el mal tiene las puertas tan abiertas. 

Burniol y sus amigos quieren convertir la autodeterminación en otro elemento del circo electoral para intentar que la abstención no sea escandalosa. La abstención es como el recuerdo de Primàries o el Patreon de Casablanca, deja en falso a los que querrían que Colau y Xavier Trias tuvieran 15 años menos. Con la abstención no se resuelve el problema histórico que España tiene con Catalunya. Pero se mantiene vivo el sentido común y la memoria, y se evita que Madrid pueda promover un cambio constitucional que legitime la ignominia que hemos vivido en los últimos años.

Burniol endosa a la autodeterminación la colita antifascista que Madrid cortó a Pablo Iglesias. Un gato viejo que trabaja en los diarios de Vichy me decía el otro día, justamente, como si hubiera oído tocar campanas: “Tenemos que trabajar para que España se parezca a Canadá”. Yo, que sé cómo las consignas se filtran de arriba a abajo, pensaba, sin despreciar al Quebec ni a los indios iroqueses: “Y también podemos ir a Suiza y pagar para que nos hagan la eutanasia”.