Se mire por donde se mire, la ley de amnistía supone una desautorización del Poder Judicial. De hecho, esta es su gracia. Aprobando la proposición de ley, el Congreso de los Diputados reconoce tácitamente que los jueces abusaron de sus prerrogativas —tergiversar los hechos, pervertir las leyes— para reprimir un movimiento político legítimo y que, por lo tanto, conviene cogerles la iniciativa, eso que se llama desjudicializar el conflicto. Y es una manera de poner en evidencia la necesidad de reformar profundamente un estamento que se ha mantenido prácticamente intocable desde la dictadura.

Sin embargo, el problema es que los que tienen que aplicar la ley de amnistía, son los mismos que quedan desautorizados por la ley, así que no debe extrañar que hagan todo lo posible por reventarla. Lo han hecho y lo harán. Ya se rebotaron cuando los indultos concedidos a los dirigentes políticos que habían sido condenados por la sala de lo penal del Tribunal Supremo, presidida por el magistrado Manuel Marchena. Ahora es la misma sala quien tiene que marcar criterio sobre las acusaciones de terrorismo y traición contra los implicados en el Tsunami y específicamente contra Carles Puigdemont.

Una oligarquía funcionarial pretende impedir sistemáticamente reformas que restrinjan su poder, lo cual equivale a limitar la soberanía que según la Constitución española "reside en el pueblo", y "del cual emanan los poderes del Estado" y no al revés

De momento, los fiscales que ya participaron en la acusación durante el juicio del Procés ya se han movilizado para asegurarse de que sus colegas pongan en bandeja al tribunal de Marchena el mantenimiento de las imputaciones que en un esfuerzo de creatividad y mucha inquina se han sacado de la manga los jueces Aguirre y García-Castellón. Nadie duda de que, diga lo que diga el informe definitivo de la fiscalía, las imputaciones de terrorismo y traición se mantendrán vivas. Lo cual hará muy difícil, por no decir imposible, que la ley de amnistía, si finalmente es aprobada, se aplique de acuerdo con el espíritu y la voluntad de la mayoría parlamentaria legítimamente constituida. Y eso plantea un problema institucional de enormes proporciones y de consecuencias imprevisibles.

Es bastante probable que el Poder Judicial y en general los poderes que se consideran propietarios del Estado se acaben saliendo con la suya, impongan su voluntad particular y revienten los intentos de reforma del sistema judicial y la reconciliación política entre España y Catalunya. Y si además hacen caer el Gobierno de Pedro Sánchez cantarán victoria y se repartirán condecoraciones y ascensos.

Pase lo que pase, la credibilidad del poder judicial será irrecuperable, la sensación de inseguridad jurídica se generalizará y el pacto constitucional del 78 quedará definitivamente muerto y enterrado pero sin sustituto

Será quizás una victoria abrumadora, aplastante, pero que inevitablemente tendrá consecuencias. Constatará que el sistema reserva a un grupo de funcionarios la potestad de impedir impunemente que se aplique lo que los legítimos representantes del pueblo habrán decidido por mayoría; constatará que una oligarquía funcionarial impedirá sistemáticamente reformas que restrinjan su poder. Todo equivale a limitar la soberanía que según la Constitución española "reside en el pueblo", y "del cual emanan los poderes del Estado" y no al revés.

Quienes se proclamen vigilantes principales del sistema se habrán cargado el mismo sistema en la teoría y en la práctica. Y bien satisfechos quedarán orgullosos de su demostración de poder. Sin embargo, volveremos al vencerán pero no convencerán, que decía Unamuno. Pase lo que pase, la credibilidad del poder judicial ya es irrecuperable... La sensación de inseguridad jurídica se generalizará. Y quedarán muchas heridas abiertas, el pacto constitucional del 78 quedará definitivamente muerto y enterrado pero sin sustituto.

Quizá el bunker judicial acabe saliéndose con la suya, reviente la amnistía, las reformas y derribe al Gobierno de Pedro Sánchez, pero en 2010 parecía que la sentencia del Estatut cerraba el pleito y estamos en 2024 y no hay habido forma de detener la infección

Hay heridas que no cicatrizan fácilmente, que se infectan, que supuran, que se hinchan, que revientan... Tenemos un ejemplo paradigmático y próximo. La sentencia del Estatuto tumbó lo que había expresado democráticamente la ciudadanía catalana de acuerdo con todos los requisitos constitucionales. Algunos pensaban que con aquella sentencia se acababa el pleito que se arrastraba desde 2006. La sentencia se dictó en 2010. Estamos en 2024 y no ha habido manera de detener una infección que hace dos décadas que determina la política española.