Ahora que han pasado unos días y que ya se ha podido desmenuzar, punto por punto, la sentencia de treinta y siete páginas que ha hecho el TJUE, a raíz de la requisitoria del juez Llarena, parece que España empieza a darse cuenta de que acaba de recibir una buena bofetada. La desbordante exultación de los primeros instantes, que marcó los titulares apremiados de la prensa del régimen, se ha enfriado a medida que leían los diferentes puntos y detectaban las bombas de tiempo que se escondían. Incluso aquellos que quieren mantener el relato de una pretendida victoria de Llarena, han hecho una notable marcha atrás en la euforia, y ahora utilizan una prosa bastante más ambigua y circunspecta.

Se mire como se mire, Luxemburgo le ha dicho a España que no puede hacer lo que le da la gana, que los derechos fundamentales se tienen que tener en cuenta a la hora de plantear una euroorden, que los informes de la ONU son importantes en la valoración final y que también es significativa la pertenencia a un "grupo objetivamente identificable", es decir, que no solo hay que considerar los derechos individuales, sino también los colectivos. Si añadimos el aviso directo del TJUE al Supremo español, en el punto 100, y la acotación, en el punto 141, que hace a Llarena a la hora de plantear otra euroorden, la primera conclusión que se extrae de la sentencia es demoledora: las euroórdenes se han convertido en un campo minado para España. De hecho, como dijo el president Puigdemont, han entrado en vía muerta. Y las posibilidades que se abren con esta sentencia, tanto en el próximo juicio por la inmunidad en el TGUE, como en el que se producirá en el Tribunal de derechos humanos de Estrasburgo, pueden ser muy favorables para la causa catalana. Por decirlo en términos taurinos —pedidas las excusas animalistas pertinentes—, España ha recibido una buena estocada. La causa catalana se refuerza, a la vez que se refuerza la razón del exilio, como único espacio donde poder defender nuestros derechos fuera de las garras del estado.

La segunda conclusión se afianza de manera alarmante, aunque no es ninguna sorpresa: la absoluta servidumbre de la práctica totalidad de la prensa española —incluida mucha catalana— con respecto a comprar el relato de los poderes del Estado. En la cuestión catalana, no existe el periodismo español, convertida toda la prensa en una máquina de propaganda más próxima a la mentalidad Pravda (o al Arriba), que en periodismo del siglo XXI. La certeza que todos los abusos de los estamentos del Estado —desde los policiales, hasta los políticos y judiciales— disfrutarán de una completa impunidad, permite colocar cualquier relato manipulado, tergiversado o directamente falso, sin que sea cuestionado en los medios que lo repiten como si fueran una moviola. No hay que decir que esta servidumbre los lleva a hacer un ridículo considerable, y el caso de la sentencia del TJUE es un ejemplo paradigmático, aunque, dado que nadie lo señala, también el ridículo disfruta de impunidad. Encima, la mayoría de esta prensa no disimula el entusiasmo con que verbaliza cualquier indicio de aplastamiento de la causa catalana, convertida no solo en sirvientes adoctrinados, sino también en hooligans del españolismo.

La tercera conclusión vuelve la mirada hacia adentro, con especial significación en una semana donde el independentismo ha vivido dos noticias relevantes que andan en direcciones opuestas: el éxito de la estrategia judicial del exilio, con la sentencia del TJUE; y el fracaso de la estrategia republicana, con la subyugación del gobierno de ERC al PSC en el acuerdo de presupuestos. La comparativa no es menor porque ejemplariza a la perfección la bipolaridad en que está inmerso el independentismo: por una parte, desde una mayoría independentista, la persistencia en el envite contra el Estado y el mantenimiento del compromiso emanado del Primero de Octubre; y de la otra, el giro copernicano de ERC, que ha abrazado la lógica autonomista, con un entreguismo que ha dejado bajo mínimos la capacidad de negociación catalana. Puigdemont ha optado por plantar cara, convencido de que hay partida por jugar y que es la única posible, no en balde en España no hay ni un solo camino alternativo que lleve a la independencia. A la inversa, Junqueras ha optado por aceptar la situación represiva, abandonar la confrontación y dejarse abrazar por el oso socialista, a la espera de mejores tiempos. De la resistencia de Puigdemont, a la desistencia de Junqueras, ambos consideran que la suya es la vía que puede resolver el conflicto catalán, pero la realidad es una losa que dificulta las justificaciones que hacen los republicanos. Porque, de momento, la única estrategia que consigue mantener alzada la causa catalana, denunciar internacionalmente la vergüenza represiva española, y alcanza éxitos judiciales contra el Estado, es la que plantea la confrontación. Puigdemont y con él todo el exilio han demostrado que se puede ganar a España y hacerse respetar. Junqueras no solamente no parece que gane nada, sino que consigue que lo humillen por un plato de lentejas. Cosa que recuerda que los que luchan pueden ganar o perder, pero los que renuncian a la lucha, salen derrotados de casa.