1. La política debería servir para resolver conflictos. Cuando no es así, la política deja de ser la actividad de los que gobiernan o aspiran a gobernar los asuntos que afectan a la sociedad. Sin política es imposible preservar la libertad. Tenemos muchos ejemplos de Estados regidos teóricamente por regímenes democráticos que restringen la acción política. España es uno de estos casos. La política, pues, tiene que ofrecer soluciones y no entorpecer la convivencia. Ahora mismo, en Barcelona, según denuncia el sindicato mayoritario de la Guardia Urbana, el “terrorismo urbano” derivado de los macrobotellones tiene un trasfondo político. Afirma el sindicato que la “policía no interviene porque sigue criterios políticos”. No cabe duda alguna, porque el populismo de Ada Colau tiene consecuencias como esta. Así como Mariano Rajoy y Pedro Sánchez son dos políticos incapaces de ofrecer una salida al conflicto de Catalunya por falta de convicción democrática, Colau ha convertido Barcelona en una ciudad pequeña, sucia, insegura y empobrecida con sus obsesiones ideológicas, propias de un pleistoceno político. La actual alcaldesa incumple una de las normas del buen liderazgo: “que las cosas que ocurren no destrocen (en esta ocasión literalmente) la reputación de quien lidera”.

2. Los líderes deben transmitir seguridad a las personas. Cuanto más personas confíen en un líder, más sensación de paz tendrá esa sociedad. En realidad, la vida en común, la vida comunitaria, no es muy diferente de la organización de una empresa. Los compromisos tienen gradaciones y quien está al frente de una organización —de un país o de una ciudad— está obligado a generar confianza a los que le siguen. Al contrario de lo que cree mucha gente, para convertirse en un buen líder no hay que ser un modelo de grandes virtudes, en el sentido religioso de la palabra, que es lo que son muchos políticos que se llenan la boca con frases bonitas sobre los valores. Con ser honrado basta. Cuando un político consigue transmitir la imagen que no sería capaz de hacer acciones malas, sobre todo actos de deslealtad, hurtos (corrupción) o engaños, tiene muchas posibilidades de ser aceptado por mucha más gente que la que se identifica con él ideológicamente. Existen casos muy conocidos en el mundo. Olof Palme es uno de ellos. O en nuestro país el antiguo alcalde de Sabadell, Antoni Farrés, cuya militancia comunista no impedía que fuera votado por muchos electores de derecha pura y dura. Carles Puigdemont está entrando, a pesar de que a veces parece que no se dé cuenta, en esta categoría de político. Tendría que remachar la faena y dejar de ser un líder de partido para convertirse en el líder nacional que necesita el independentismo. Los primeros que deberían entenderlo son los dirigentes de Junts, que lo utilizan para dirimir sus diferencias internas. Les iría mejor si hicieran coincidir los liderazgos electorales con los políticos.

3. Las reacciones provocadas por el arresto de Puigdemont en L’Alguer —el lugar catalán en la isla de Cerdeña le da un toque aún más épico a la situación— han demostrado hasta qué punto la solución del conflicto con el estado pasa por él. Da igual que el PSOE pacte con Esquerra —o incluso con un sector de Junts—, el conflicto no amainará mientras Carles Puigdemont mantenga el criterio —que es lo que tiene que sostener un buen líder— que no busca una solución personal, sino que el fin de la represión tiene que ser colectivo. Ningún político debería quedar atrapado por el Síndrome Francesco Schettino, el capitán que saltó del crucero Costa Concordia, dejando a su suerte a la tripulación y a los pasajeros, después de que embarrancara ante las costas de la isla toscana de Giglio. La Justicia italiana lo condenó a dieciséis años de cárcel. Transcurridos tres años del accidente, en 2015, este capitán publicó el libro Le verità sommerse (escrito juntamente con Vittoriana Abate) para insistir en su inocencia. Vendió un montón de ejemplares (unos 20.000 en pocas semanas), pero no se lo creyó nadie. La credibilidad, entendida como la entendía Ramon Llull, necesita cierto aislamiento. El aislamiento del beato en el monte de Randa debía servirle para poder concebir las ideas que, después y con un éxito dispar, esparciría por todo el mundo. El aislamiento de Puigdemont en Waterloo tendría que servir para lo mismo. Decía Napoleón que un líder es un negociador de esperanzas. Puigdemont es la esperanza de que la independencia es posible si está en nuestras manos.

El diálogo solo obtendrá la credibilidad que ahora mismo no tiene si sirve para iniciar una negociación de verdad. Es un oxímoron negociar la amnistía en una pista mientras en la otra pista sigue el espectáculo de la represión

4. El caso Puigdemont —y el de los tres mil encausados— es la prueba de que la estrategia de Pedro Sánchez, secundada por Esquerra, no funciona. Los indultos a los Nueve del 1-O solo son soluciones personales (muy legítimas, faltaría más), aunque irrelevantes desde un punto de vista colectivo. El conflicto no concluirá hasta que no se resuelva el núcleo de la cuestión. El diálogo solo obtendrá la credibilidad que ahora mismo no tiene si sirve para iniciar una negociación de verdad. Y, para empezar, Pedro Sánchez debería atreverse a tramitar en el Congreso un proyecto de ley de Amnistía que la mayoría parlamentaria actual —con la incorporación de Junts— podría aprobar sin ningún tipo de inconveniente. Claro está que para hacerlo primero haría falta que el mago Sánchez se atreviera a ello. Si tuviera la osadía que no tiene, quizás incluso salvaría a España tal cual es ahora. Pero Sánchez, con el apoyo de Esquerra, insiste que el proceso de diálogo (el nuevo procesismo) y la vía judicial son esferas diferentes. La resolución del conflicto entre el Estado y el independentismo no es un circo de dos pistas. Es un oxímoron negociar la amnistía en una pista mientras en la otra pista sigue el espectáculo de la represión. España tiene un problema con el poder judicial, esto es evidente, pero sería una temeridad que el independentismo pretendiera hacer el trabajo que corresponde a los demócratas españoles. Cuánto se echa de menos ese manifiesto que en otra época habrían firmado a toda prisa un montón de artistas, intelectuales y políticos próximos al PCE y al PSOE para reclamar la libertad de Puigdemont en Italia. Está claro que Javier Lambán no se puede comparar con José Antonio Labordeta.

5. La negativa del PSOE a promover la reforma del delito de sedición tendría que haber servido para que los confiados abrieran los ojos. Ahora no deberían pasar por alto el descubrimiento que la Abogacía del Estado engañó al TGJE para conseguir que Puigdemont perdiera la inmunidad parlamentaria y así facilitar su detención mediante las euroórdenes vigentes del juez Llarena. Quien dude a estas alturas del conflicto de que el Estado está más compactado de lo que se dice, vive en otro planeta. Este Estado, con los mismos jueces y policías, permitió que Felipe González y sus secuaces se fueran de rositas por la trama terrorista que llevó a los asesinatos de los GAL. El poder se demuestra de esta manera. Al independentismo, o por lo menos el sector más débil hoy en día, que es Esquerra, le ocurre lo que Margaret Thatcher observaba en relación con las mujeres poderosas: “Ser poderoso es como ser una señora. Si le tienes que decir a la gente que lo eres, entonces no lo eres”.