Por favor, un poco de perspectiva. No, no, ¿dónde vais a parar? Lo peor que podía pasarnos no es la derrota del independentismo político tal y como la hemos conocido. Que no. Lo peor, con diferencia, habría sido conseguir el divorcio de España pero con la actual clase política catalana al timón. Imaginad esta colección de personas que hemos incorporado a nuestras vidas si se hubieran hecho aún más protagonistas, más inevitables. Pensad en ello. Si ahora es ya exagerado e incluso humillante, qué habría sido de nosotros, pobres de nosotros, teniendo que soportar un día, otro, años y más años, en bucle, el espectáculo de los presos políticos y de los exiliados, si no hubieran sido nunca jamás ni presos ni exiliados. Si hubieran ganado.

Verles exhibirse continuamente como ganadores, padres de la patria catalana. Y como ocurre ahora, con una total ausencia de autocrítica y con bastante desconocimiento de la contención. Imaginad a Jordi Cuixart abrazándose con el ministro Iceta pero aún con menos espacio para la crítica política. Al fin y al cabo, dirían, España y Catalunya son países vecinos y, entre vecinos, es necesario tener excelentes relaciones. Tener que contemplar, a lo lejos, mudo e inmóvil, consciente de su grave trascendencia histórica, Carles Puigdemont, hierático, ausente, como el emperador de Japón, el Tennō. La apoteosis de abrazos con la mejor persona del mundo, Oriol Junqueras. Y qué me dicen de la novísima legislación catalana orientada a la sobreprotección de la lengua española en Cataluña, una riqueza para pobres desgraciados como nosotros. Y la amistad entrañable con Francia, que exigiría abandonar a los catalanes dentro de la república vecina. Una Catalunya independiente y triunfante gracias a la buena suerte habría hecho muy difícil la discrepancia porque el independentismo se hubiera exhibido satisfecho y rampante.

l españolismo, después de cinco años de su victoria nominal, todavía no quiere ver que se ha precipitado al considerar terminado y superado el conflicto

Hoy Cataluña es una sociedad más emancipada, más independiente, más realista que antes del primero de octubre de 2017. Más desconfiada con respecto a nuestra clase política catalana, más autocrítica. Mucho más escarmentada que nunca de lo que significa, en realidad, la retórica fraternidad española. El españolismo, después de cinco años de su victoria nominal, todavía no quiere ver que se ha precipitado al considerar terminado y superado el conflicto. La represión contra los patriotas catalanes no ha hecho más que aumentar aún más la mayoría política de la población partidaria de la independencia. No se ha recosido el desgarro con España sino que se ha hecho más irrecuperable. Pero ahora, como novedad, el pueblo no ha perdido su entusiasmo por el proyecto de una Catalunya libre y reavivada. Por el contrario, de lo que se siente escarmentado, decepcionado, ofendido, incluso rabioso, es respecto de los actuales políticos soberanistas. Respeto de la vigente clase política que les dirige.

El independentismo no revolucionario ha perdido la batalla, ha perdido cualquier tipo de crédito social, de futuro. Pero no el otro independentismo, el temible, el social, interclasista, vivencial, tan identitario como pueda serlo el viejo anarquismo que hermanaba en un talante subversivo tanto a los obreros como a los capitalistas y a los intelectuales. La clásica película La ciutat cremada habla de esto a propósito de la Semana Trágica de 1909, probablemente la primera manifestación a la vez revolucionaria e interclasista contra el proyecto de España después de 1898. El independentismo de nuestra época empezó desconfiando de la sinceridad soberanista de Artur Mas y ha terminado, lógicamente, fatalmente, desconfiando de Anna Gabriel y de todos los políticos supuestamente puros y supuestamente radicales que tenían tan buenas ideas y tan poca capacidad para llevarlas a la práctica. El independentismo de hoy no se traduce en un partido político y por eso el independentismo se ha convertido en una fuerza temible, catártica, incontrolable, intensa. Da tanto miedo que, más o menos, todos los partidos, todos los partidarios del autonomismo, vuelven a intentar vivir del pasado. A vivir en el pasado. Y vuelven a reivindicar el pujolismo, un pasado éticamente discutible, que no, nunca más volverá. La independencia sigue animando, entusiasmando, a la inmensa mayoría de los catalanes y el autonomismo se desacredita cada día que pasa, cada año que nos tragamos, el gobierno de Aragonès y de Jordi Turull. Por encima de todo, burocrático, antipático.