Escribir un artículo sobre teoría política con relación a las redes sociales siempre puede caer en el peligro de la sociología ridícula del café con leche matinal. Pero estoy seguro de que, desde unos cuantos meses, el lector habrá notado que —de la ira y del consiguiente desencanto del postprocés— las redes de la tribu han vuelto al espíritu bonito que las inundó antes de los hechos de 2017. En efecto, Twitter de nuevo resulta simpático de leer y la cosa no pasaría de una alegría que brota del aburrimiento tan propio de la pax neoautonómica si, en nuestro país, no hubiera políticos como Gabriel Rufián, Ada Colau y etcétera que crecieron básicamente en los platós de la televisión —española, of course— y también en Twitter (el lector me permitirá que, como los nostálgicos franquistas que todavía hablan de la Avenida Infanta Carlota, me refiera a X por su nomenclatura ancestral). La pedrera formó parte del edificio y así nos fue a todos.
Por otra parte, y hay que saber que el papel del humor en política no es una mera frivolidad, el clima de las redes pre-2017 tenía un aire de escarnio ciertamente constructivo. Dicho de una forma muy cruda, en el Twitter anterior al 1-O los españoles catalanes se victimizaban supurando bilis y mala leche (solo hay que recordar a Albert Rivera e Inés Arrimadas paseándose por los pueblos catalanes, retirando lacitos de manera compulsiva) mientras que nuestros líderes todavía podían exhibir cierta gracia en el juego de palabras. Todo este humor, vistos sus numerosos incumplimientos, ahora da más pena y rabia que otra cosa; pero el hecho de que los independentistas tuvieran la alegría como motor y que los españoles de la tribu vagaran por el Upper Diagonal con cara de perro mal paseado no es un hecho menor. Con las emociones no se hace mucha cosa, pues siempre son erróneas, pero de ellas puede brotar un clima de acción relevante.
Que las redes se oxigenen con sonrisas no nos tiene que llevar automáticamente a la independencia, solo faltaría, pero es rematadamente importante que ayuden a desvanecer el clima de enojo general que ha poblado la política catalana del último lustro
Mucha gente piensa que la actual Xosfera catalana no es más que un grupo de cuñados que se agarran al procesismo de la misma forma que los mártires evocan la Verge Maria incluso cuando los están quemando los cascabeles. Sin embargo, visto en perspectiva, los tuits actuales de los indepes tienen la gracia de diferenciarse muy poco de las invectivas agónicas de los supervivientes del octubrismo. De hecho, y a través del escarnio, Twitter vuelve a ser un espacio donde los demagogos se han equiparado y uno puede cardarse de momias como los curas de la ANC con la misma patxorra de quien interactúa con Carles Puigdemont recordándole que sus trolas, como la República, no aguantan mucho más de ocho segundos. Que todo el mundo haga el cuñado, en definitiva, podría devaluar el discurso político catalán; pero diría que resulta sanísimo ver cómo las ideas de bombero se equiparan a la baja y el espectador puede saldarlos sonriente.
A su vez, existe una magnífica ventaja de pasar la tarde haciendo scroll infinito admirando a toda la gente que va corta de pasta y utiliza Twitter para llegar a la política como última oportunidad para comer caliente. Entre este fenómeno que, insisto, ya habían utilizado los satélites de Junts pel Sí que iban de independientes por el mundo, mis animalillos favoritos son los futuros diputados de Aliança Catalana. A saber, aquel tipo de gente que dedica toda una mañana a buscar un vídeo de una pelea de okupas gitanos o la fotografía de unos conciudadanos haciendo cola para rezar en su mezquita como prueba irrefutable de la sustitución inexorable de la cultura catalana por el invasor extranjero (los podréis detectar fácilmente, porque a menudo tiñen sus vomitonas precediéndolas de frases como "sé que esto es políticamente incorrecto" o el joantardista "algú ho havia de dir"). Believe it or not, algunos llegarán al Parlament.
Que las redes se oxigenen con sonrisas no nos tiene que llevar automáticamente a la independencia, solo faltaría, pero es rematadamente importante que ayuden a desvanecer el clima de enojo general que ha poblado la política catalana del último lustro y que, de una forma bastante cruda, expongan los errores con mucha más viveza que la ejercida durante aquel pasado en el que todos éramos mucho más naifs. A menudo la virtualidad es un preludio del discurso comunitario; quizás la cosa no llega a la alta política pero, cuando menos, últimamente podemos volver a afrontar comidas con una cierta alegría.