En una época en la que en las redes sociales solo se muestra bienestar, riqueza o belleza, parece difícil que la tan necesaria tristeza tenga cabida. Una cabida proporcional, cuando menos. Y digo necesaria desde la perspectiva de dar valor a la vida, de conocernos mejor los humanos y de saber que habrá momentos de todo y que no pasa nada porque así sea. Ocultar los sentimientos de aflicción puede llevar a un mayor desconsuelo más adelante. Y esta cabida de la que hablamos tendría que ser saludable y no a la fuerza, como fachada para intereses de negocio. Tenemos prohibido ponernos tristes, excepto si es con finalidades comerciales.

Y es que dice la modernez que hoy es Blue Monday. O sea: el día más triste del año. Se corresponde al tercer lunes de enero y es el enésimo intento de hacernos comprar por encima de nuestras posibilidades, justo ahora que venimos —se supone— de haber ya gastado bastante. Como si no nos hubiera bastado con el Black Friday. La cultura anglosajona —y por extensión, el capitalismo mundial— es muy dada a inventar fechas y a poner colores a los días: lunes azul, el viernes negro. Y es que en inglés, blue también quiere decir triste y se supone que hoy tiene que ser un día gris y amargo, así se nos despertarán las ganas de comprar cualquier cosa para alegrarnos un poco. Vincular la cuenta corriente al estado de ánimo.

Un clima frío, el final de las fiestas navideñas, la deuda acumulada, el retorno al trabajo... Todos estos son factores que harían que el día de hoy sea el más desalentador de los 365. La brillante teoría la acuñó hace veinte años el psicólogo Cliff Arnall, a petición de una campaña publicitaria de la agencia de viajes Sky Travel (ahora ya desaparecida) que quería que la gente superara el supuesto desánimo de estas fechas reservando billetes y hotel para ir de vacaciones. Parece ser que funcionó bastante bien y las ventas fueron superiores a las normales para la época, incluso por encima de lo que se esperaban, y consiguieron superávit (de hecho, lo de Black Friday de finales de noviembre viene porque las empresas —no nosotros— pasan de números rojos a números negros).

El mismo engranaje que nos quiere hacer creer que encontraremos la serenidad en el consumismo después nos ofrece muchas pastillas caras para solventar la excesiva pena que las compras innecesarias no han podido desterrar

Parece que al sistema solo le interese que estemos desanimados como excusa para consumir, como si después el dinero diera la felicidad (aunque quizás sí que aporta tranquilidad, de acuerdo). En realidad, este tipo de obligatoriedad a la hora de disimular la tristeza es el primer paso para tener una menor salud mental, un concepto tan desgraciadamente actual. Lo que se esconde bajo la alfombra siempre acaba aflorando. Las emociones hay que mostrarlas, transitarlas y dejar que —sin excesos— sean ellas mismas, para entonces poder entenderlas y gestionar. Y eso vale para todas las edades.

Un exceso de tristeza se considera aburrido, como sobrepasarse de alegría puede parecer frívolo. Y entre la una y la otra va oscilando el péndulo a una velocidad que no permite procesarlas con suficiente conocimiento de causa. El mismo engranaje que nos quiere hacer creer que encontraremos la serenidad en la tarjeta de crédito, después nos ofrece muchas pastillas caras para solventar la excesiva pena que las compras innecesarias —¡oh!, sorpresa— no han podido desterrar. Y así vamos chutando la pelota hacia adelante adultos y jóvenes, que los resultados del informe PISA tampoco caen del cielo.

Que nos dejen llorar... la decrepitud de un padre ya demasiado viejo, la enfermedad de una hija, el disgusto de un desamor, la decepción familiar, la nostalgia de una añoranza, la pérdida, el desencanto... Sin hacer bandera ni regocijarnos demasiado. Simplemente, fluyendo y aprendiendo a canalizarlo. Que nos dejen llorar y compartirlo, sin angustia ni vergüenza. Que podamos estar tristes con moderación cuando la vida nos golpee y alegres con proporcionalidad cuando el viento nos sople de popa y que eso no nos haga mal ni genere envidia. La supuesta debilidad de una lágrima individual honesta nunca será tan grande como la miseria de una falsa imposición emocional colectiva.