Antes de la polémica sobre (el estrambótico) minuto de silencio en recuerdo de las víctimas del 17-A, la mayoría de medios habían recordado los atentados de La Rambla y de Cambrils apelando a un trauma todavía latente en la sociedad catalana. A pesar de algunos detalles nada menores que todavía hay que investigar (enigmas que comparten muchas acciones terroristas de naturaleza parecida), y de la consecuente falta de cicatrización del dolor en algunos familiares de los asesinatos, diría que lo más destacable del 17-A, no solo ahora, sino también hace cinco años, fue precisamente cómo Catalunya vivió esta desgracia sin ningún tipo de trauma. Primero, porque una gran parte de la población del país aceptó con parsimonia el golpe del terrorismo como un fenómeno consustancial a la globalización y al papel decisivo que en 2017 Barcelona todavía tenía como ciudad noticiable y mínimamente interesante.

Dicho de otra manera, la radicalización de unos pobres balas perdidas de Ripoll en manos de un clérigo inframental no sorprendió a nadie. A pesar de lo que dicen los cursis, y como ya pasó en otra gran ciudad como es Nueva York, el 18 de agosto los barceloneses continuaron su vida y La Rambla volvía a ser una de las calles más concurridas del mundo. Eso es un hecho lo bastante conocido al que habría que sumar la situación política de un año históricamente intransferible: lejos de sentirse traumatizados por la carnicería de la Rambla, muchos independentistas aplaudimos la rapidez de los Mossos al cazar a los culpables y abatirlos (solo algún sector de la CUP puso en duda la táctica de los agentes al coser a tiros a los yihadistas). De hecho, y poco disimuladamente, el independentismo celebró el hecho de contar con una policía que, en momentos de tensión, pudiera asumir el monopolio de la violencia.

Utilizar los fenómenos de posible trauma o desdicha en favor de una causa política es la cosa más natural del mundo y, por mucho que caiga en lo éticamente reprobable, es de las pocas cosas que el independentismo hizo bien antes del referéndum.

Eso tuvo algunas derivadas curiosas, como la erotización del Major Trapero (renombrado creativa y nefastamente como TrapHero) y una politización evidente de su figura, que ganaría todavía más aceptación después de que los Mossos no solo no impidieran la celebración del 1-O, sino que no pusieran ninguna pega en el éxito del referéndum (anticipando su defensa penal, Trapero fue lo bastante listo para asegurarse de que nos birlaba más urnas que la policía enemiga, aun sabiendo perfectamente que la resistencia democrática tenía de sobra y que la gente podría acabar votando donde más le complaciera). A pesar de las lagrimitas y las proclamas de compasión con los guiris esparcidos por la Rambla, en definitiva, la mayoría de nosotros vivimos el 17-A con una cierta ufanía. En caso de haber podido ahorrárnoslo habríamos firmado, solo faltaría; pero ya que pasó decidimos aprovecharlo.

Que nadie se alarme. Llevo suficientes años escribiendo (y vosotros leyéndome) para saber que no me gusta caer en el moralismo. Todo lo contrario, utilizar los fenómenos de posible trauma o desdicha en favor de una causa política es la cosa más natural del mundo y, por mucho que caiga en lo éticamente reprobable, es de las pocas cosas que el independentismo hizo bien antes del referéndum. Los catalanes tenemos que ser independientes y normales, no buenas personas. La lucha por la emancipación, en definitiva, nunca es una cuestión ética, sino de poder. Por lo tanto, no pasa nada si no se siente ningún tipo de trauma con respecto al 17-A; contrariamente, la gestión de los atentados es una excepción en la nefastísima táctica política de nuestros líderes durante el último lustro. Es por eso, entre muchas otras cosas, que no compro las tesis de los conspiranoicos según las cuales a los críos de Ripoll los enviaba el CNI.

La historia hace contorsiones bien graciosas: el 17-A y el 1-O son las dos fechas por las cuales nuestro país será reconocido históricamente durante mucho tiempo. Todo aquello que las ha sucedido es un auténtico desierto, desde la no aplicación del referéndum hasta la degeneración del independentismo en la nauseabunda performance del señor de la guitarrita y de la Giganta mayor que vimos hace pocos días en La Rambla. Una caída libre de la cual, por curiosidades de la vida, el único hombre que se ha salvado es el policía que se defendió de los enemigos recordando sus planes para detener personalmente a Carles Puigdemont después del referéndum. El señor continúa de Mayor, cobrando y bien feliz. No me negaréis que Catalunya tiene cosas bien divertidas: eso sí, por desgracia, es materia como para tener un buen trauma y no superarlo.