Desde Catalunya son innumerables las veces que se ha hecho saber al gobierno español que, a la hora de acordar un referéndum de independencia de Catalunya, todo era negociable: la fecha, la pregunta y también la mayoría necesaria para ganar. Ni siquiera así, ningún gobierno ha estado dispuesto nunca a hablar seriamente de esta solución, que es la que permitiría desencallar el conflicto con un menor coste para todas las partes.

La negativa del estado español no está condicionada por cuál sea la mayoría partidaria del principio democrático, según el cual hay que permitir —o acordar— la celebración de un referéndum de independencia cuando, en el territorio del estado que se quiere independizar, hay una clara mayoría partidaria de celebrarlo. Esta mayoría que en Catalunya existe, tanto en escaños como en votos, desde las elecciones al Parlament del 2012. Tampoco está condicionada por cuál sea la mayoría partidaria de la independencia. Dirigentes políticos españoles de uno y otro color, hoy y en el pasado, han repetido de manera contundente que da igual que seamos el 50%, el 60% o el 70%.

Su excusa siempre es la misma: la unidad territorial del estado consagrada en la Constitución. Unos límites constitucionales que en realidad no existen ni más ni menos de lo que existían en Canadá y en Reino Unido. Sin embargo, estas democracias de verdad en nombre del principio democrático encontraron la manera de sobreponerse a sus supuestas barreras legales.

Por eso, hoy los políticos partidarios de la independencia nos confrontamos con un dilema que no nos agrada, pero que no tendríamos que rehuir. Porque la política consiste en gestionar realidades, no en gestionar ilusiones. La política quiere decir afrontar los dilemas tal y como los diferentes momentos históricos los van planteando. Y nuestro dilema hoy es si seguimos adelante o si nos detenemos. Si seguimos o no avanzando —por vías pacíficas y democráticas— en el camino iniciado el 1-O, aunque el Estado esgrima falsas limitaciones constitucionales para bloquearlo, aunque algunos quieran atribuir a una minoría de los catalanes partidaria de la autonomía un derecho de veto sobre la mayoría, con el argumento de que la independencia sólo será legítima si dispone de una mayoría muy reforzada de catalanes a favor. Esta es la cuestión.

La cuestión real no es cómo nos las ingeniamos para hacer que el consentimiento del perdedor sea más fuerte. El dilema es si queremos culminar el proceso de independencia a pesar de no tener un consentimiento del perdedor total e inequívoco, o si renunciamos a culminarlo

Hoy el dilema al cual nos enfrentamos los partidarios de la independencia no es si hacemos la independencia con el "consentimiento del perdedor" o sin este "consentimiento". El "consentimiento del perdedor" es aquella idea de la ciencia política según la cual, si las democracias son estables, es porque todas las partes aceptan la legitimidad de sus procedimientos, aunque puedan dar resultados que las partes consideran indeseables. Si el dilema fuera este, hoy en Catalunya no estaríamos donde estamos. La vida sería mucho más sencilla. Y de hecho, no habría dilema, porque ni los más obtusos tendrían ningún tipo de duda sobre cuál es la mejor opción.

Pero la realidad es la que es. El consentimiento del perdedor no lo tenemos. O mejor dicho, lo tenemos parcialmente —ya que, en realidad, una gran mayoría de los catalanes, también entre los partidarios del no a la independencia, quieren resolver este problema por medio de un referéndum— pero no plenamente. Y plenamente quizás no lo tendremos nunca. Porque cuarenta años de cultura política franquista, más cuarenta años de cultura política postfranquista, no pasan en vano. Este es justamente el problema que —desde una estricta observancia del principio de realidad— no tendríamos que rehuir, por muy incómodo que sea.

La cuestión real, pues, no es cómo nos las ingeniamos para hacer que el consentimiento del perdedor sea más fuerte, o más inequívoco. El dilema es si queremos culminar el proceso de independencia a pesar de no tener un consentimiento del perdedor total e inequívoco, o si renunciamos a culminarlo. No tengo ninguna duda de que, con la preparación y la determinación adecuadas, por vías estrictamente democráticas y pacíficas, tenemos la capacidad suficiente para llegar hasta el final del camino del 1-O.

Repitámoslo: la política consiste en gestionar realidades y no ilusiones. Gestionar la realidad para conservarla, para evitar el cambio, en el caso de los conservadores; o para transformarla, para llevar a cabo los cambios posibles, en el caso de los progresistas.

El actual modelo autonómico ha acabado mostrando su verdadero rostro: funcionar como un sistema de protección de los intereses de determinadas oligarquías, tanto catalanas como españolas, que vienen de lejos

Hoy ya sabemos cuáles son en Catalunya los partidos conservadores, los que quieren mantener el statu quo, aquellos a los que ya les basta con el modelo autonómico —o que promueven incluso la regresión—. Y cuáles son los partidos que siguen apostando por la independencia, desde la conciencia de que es el único cambio real. Porque sólo una república independiente ofrece las condiciones necesarias para garantizar el progreso social, económico, político y cultural al que la sociedad catalana tiene derecho y la capacidad para alcanzar. Y sabemos también quién lo hace sin rehuir los dilemas reales con los que esta apuesta por la república nos enfrenta. Y asumiendo los costes necesarios para alcanzarla.

Cuando hay una mayoría a favor del cambio, en una democracia, la única opción que le queda a la minoría es intentar atribuirse un derecho de veto. E intentar legitimarlo, ya sea con argumentos aparentemente constitucionales, ya sea negando el consentimiento del perdedor. Sin este consentimiento no puede haber convivencia democrática, aducirán los politólogos. Pero es justamente como demócratas —más que no como independentistas— que no podemos aceptar este derecho de veto. La idea de que "hay que ser muchos más que la mitad" para hacer la independencia es una manera —quizás no del todo consciente— de validarlo.

No aceptar el derecho de veto de la minoría no es imponer nada, ni ir en contra de nadie. Es, simplemente, no renunciar a la democracia. De hecho, la idea de la república, en sí misma, va a favor de todos los ciudadanos —los que la quieren y los que no— porque tiene como finalidad garantizar mejor todos los derechos, civiles, políticos, sociales, económicos y culturales. Y los derechos son, por definición, para todas las personas. La república es un proyecto pensado para garantizar los derechos y los intereses del 100% del país.

Es el actual modelo autonómico aquel que, con los años, ha acabado mostrando su verdadero rostro: funcionar como un sistema de protección de los intereses de determinadas oligarquías, tanto catalanas como españolas, que vienen de lejos. Por eso, por cierto, sorprende mucho que ciertos partidos que se consideran tan y tan progresistas hagan el trabajo sucio del establishment, defendiendo —sea por acción o por omisión— un sistema autonómico que hoy sirve a cualquier otro interés, antes que al de las clases populares. Si algún proyecto político representa, hoy en Catalunya, los ideales de la justicia social y de la igualdad real de oportunidades, este es el de la República catalana.