El crimen impune infecta la ciudad, pero el inocente condenado y el crimen demasiado castigado no la mancillan menos”
Albert Camus

Poco hubiera pensado Luis García Berlanga cuando rodó su premiada película, que en el futuro se perfilarían tiempos tan complicados para la libertad. En los últimos días se nos acumulan sobre la actualidad un montón de debates que parecen remitirnos a cuestiones técnicas e incomprensibles, que exigen que especialistas en Derecho nos expliquen una cosa o la contraria, que todo es posible en ese campo, cuando a lo que asistimos es a la acción conjunta de dos fenómenos de la época: el populismo punitivo y la tendencia creciente a criminalizar y silenciar ideologías e ideas, es decir, a acogotar las libertades políticas y de expresión sin las que es imposible una verdadera democracia. Y con salvas y aplausos.

Me declaro desde aquí, para que no haya equívocos, partidaria radical de la libertad de expresión. En la bandera que yo ondeo solo escribiría “Favor Libertatis”, que es la forma chula y breve de escribir desde hace siglos en latín la frase “En la duda, a favor de la libertad”. Vivimos el tiempo de los que no tienen dudas y, lo que es peor, de los que piensan que el Código Penal arreglará todos los males sociales, políticos, emocionales y hasta personales. Lo inscribes en el BOE a través de una ley y el milagro se produce. Qué pena volver a ese discurso, dándole encima carta de modernidad. La izquierda radical con el castigo en la mano. ¡Quién lo hubiera dicho!

Corremos un verdadero riesgo de involución de libertades cuando es tan fácil acudir a la cárcel para reprimir ideologías e ideas, por muy dañinas o repugnantes que nos resulten. Pensar, creer, desear no es hacer y soy de las que radicalmente considera que este afán por multar, castigar y penalizar actos de pensamiento o de ideología es muy peligroso. Gobernando Rajoy vimos las razias contra raperos y cantantes, la utilización espuria del derecho penal contra políticos catalanes. Ahora, con un gobierno de izquierdas, vemos cómo se pretende multar por cantar apolillados himnos fascistas y levantar las manos e, incluso, estudian llevarlo a la Fiscalía por si hubiera delito de odio. Yo odio los delitos de opinión y pensamiento, ya se lo digo. Me resisto a apoyar que se extienda como una hidra ese concepto del sentimiento herido hasta convertir en delito la blasfemia y la disidencia. ¡Qué cosa más moderna!

En un país en el que la Constitución permite que los dos partidos convocantes de las manifestaciones autorizadas del 20-N sean legales —tanto Falange como el Movimiento Católico Español— ¿tiene sentido que una ley de memoria democrática permita perseguirles por cómo lo hicieron? A mí me dan mucho asco, ya se lo digo, pero son cuatro y se están extinguiendo. Han estado por ahí de forma residual toda la democracia y aquí estamos. Yo voy más allá. ¿Dónde va a estar el límite de lo que se pueda decir o no en esta democracia? Lo veo claro cuando se trata de impedir actos y hechos execrables y que afecten a personas o bienes, pero ¿decir? ¿Cantar? No me vale aplaudir que eso se reprima cuando es contra los que me repugnan ideológicamente. No me convence lo de si lo dicen lo harán. ¿Quién dice quién repugna? ¿Los otros? A unos les repugna lo que dicen los abertzales o los independentistas catalanes, pero no les repugna el Cara el Sol. A otros les saca de quicio el brazo en alto y quieren que no se penalicen los ongi etorri. No es que lo equipare, solo describo. Enaltecimiento, exaltación, adoctrinamiento, conceptos demasiado indeterminados y demasiado relacionados con la libertad de expresión como para no dar problemas. Al final, cuestiones que dejan demasiado al criterio de según quién la represión. Yo soy de las que opinan que mientras no se haga nada, mientras no se cause daño real, mientras no se pase a la acción, casi es mejor dejar que cada uno piense lo que quiera y cante lo que le dé la gana. No podemos restringir las libertades para no herir sentimientos porque abrimos una caja de Pandora letal.

La moda ahora, al parecer, es incluir en las propias leyes sanciones administrativas para los que se manifiesten contrarios a los propios textos. Esa es una de las cosas inaceptables que nos traerá la Ley Trans de Montero si alguien no lo remedia. La Ley de Memoria Democrática también establece fuertes sanciones administrativas. La sanción administrativa supone que primero te sancionan —según el criterio de quién gobierne— y después ya te gastas en abogados y te vas a la jurisdicción contencioso-administrativa a ver si un juez dice que es un abuso lo que te han hecho. Incluso se puede pretender, como hace la futura Ley Trans, invertir la carga de la prueba y que tú demuestres que en tus palabras no hubo transfobia. En esencia, el castigo administrativo no es más estupendo en estos casos que en la ley mordaza.

El afán punitivo, el populismo penal parece no agotarse en unas ideologías. Hace ya unas décadas que el derecho a castigar del Estado se está radicalizando y que una voluntad de castigar invade las sociedades democráticas. En la exposición de motivos de la Ley de Bienestar Animal se dice expresamente que uno de los objetivos de la norma es elevar por encima de los dos años el delito de maltrato animal para que entren en prisión los condenados y no se pueda suspender o sustituir. No parece muy progresista pensar que es mejor encarcelar a un delincuente primario por maltratar a un animal que reeducarlo por otros métodos y que parece indicar que solo la cárcel es un castigo y no la multa o los servicios a la comunidad. Y ojo también a las deficiencias respecto a la proporcionalidad de las penas en esa norma de las que ya están avisando.

Ante una tentación de castigar sin mesura, mi opción preferida es la de no castigar. Antes de correr el riesgo de que unos u otros gobernantes tengan la llave para amordazar según que ideas políticas, prefiero que sean expresadas aún con mi mayor disgusto.

¿Favor libertatis o todos a la cárcel? Elijan su película.