España se ha convertido una vez más un país ingobernable. Y Catalunya, también. De hecho, lo segundo ha determinado lo primero. Y ya llevamos muchos años así. No es que no veamos la luz al final del túnel, es que nos estamos acostumbrando a vivir en la oscuridad y en movernos a tientas al grito de sálvese quien pueda. Esto no importaría demasiado en una situación normal, pero la conjunción de una crisis sanitaria con un desastre económico y una conflictividad social inexorable hace imposible que se confirme la consigna oficial de que todo irá bien. Todo irá una mierda y la política está dispuesta a contribuir con lo que haga falta.

Países europeos como Bélgica o Italia se han acostumbrado y se han adaptado a la inestabilidad política hasta el punto de funcionar a menudo mejor sin gobierno, o, mejor dicho, aparte del gobierno. El problema en España es que no hay una élite de la sociedad civil capaz de desarrollarse y ejercer el papel de vanguardia del país porque sólo sabe vivir de los privilegios que le suministra el Estado. Y ahora mismo, el Estado está que hace aguas por todas partes.

La rebelión de la Guardia Civil contra el Gobierno, con el visto bueno de los jueces, parece la punta del iceberg. El presidente, Pedro Sánchez, ha admitido, en sede parlamentaria, la existencia de una célula policial encargada de perseguir adversarios políticos, pero no lo ha dicho en referencia al pasado sino al presente. "Es el ministro del Interior -ha dicho Pedro Sánchez respondiendo al líder del PP, Pablo Casado- quien está colaborando con la Justicia para acabar con la policía patriótica que ustedes pusieron en marcha cuando estaban gobernando". Es decir, que al ministro le está costando Dios y ayuda desmantelar un complot conspirativo, que se resiste a desaparecer y que continúa actuando.

Resulta muy significativo que a pesar de todo lo que ha trascendido, incluso con condena expresa del Congreso, continúen impunes el presidente y el ministro del Interior bajo cuya autoridad se organizó la policía política. Mariano Rajoy y Jorge Fernández Díaz no han sido ni siquiera investigados por unas prácticas infinitamente más graves que las que hicieron caer al presidente Nixon en Estados Unidos por el escándalo del Watergate. Es decir que siguen protegidos por los núcleos de poder influyentes del Estado. Del Estado, no del Gobierno. Ni  Unidas Podemos incorporado al Ejecutivo y con Pablo Iglesias en la Comisión de Inteligencia se ha terminado de destapar la guerra sucia que desde las cloacas del Estado se llevó a cabo contra el partido que surgió del 15-M. Y como se ha visto, mandos de la Guardia Civil, pero también varias instancias judiciales continúan desafiando al Gobierno en una batalla que no ha hecho más que empezar. En estas circunstancias es inimaginable pensar que surgirá el consenso necesario propio de situaciones de emergencia para que el Estado pueda afrontar la crisis más grave que se recuerda.

Cuesta imaginar un escenario político distinto de esta pelea permanente con un Ejecutivo débil, un parlamento dividido y unas instituciones desprestigiadas, una sensación de vulnerabilidad para cuando en otoño nos encontremos endeudados, sin trabajo y todo estalle

Con todo, los hechos más desestabilizadores del sistema político español han sido sin duda, y salvando las distancias, la corrupción española y el proceso soberanista catalán. Siempre he defendido que el procés fue una reacción ingenua de los políticos catalanes a una ofensiva del Estado que necesitaba el conflicto para taparse con la bandera de España todas sus miserias.

El mal ya está hecho. Catalunya no es independiente y no parece que lo vaya a ser pronto, pero España lleva una década que no levanta cabeza. El esquema del 78 de alternancia bipartidista con el concurso de las minorías catalana y vasca se rompió y de rebote se rompieron los dos partidos mayoritarios, PSOE y PP, que nunca más podrán volver a gobernar cómodamente. Ni siquiera la corona, que se había mantenido au-dessus de la mêlée de la batalla política, concita ahora ningún tipo de consenso. Por el contrario, el monarca Felipe VI ha optado por refugiarse en la trinchera más reaccionaria para proteger la dinastía de su decadencia moral.

Y como alternativas a los partidos convencionales han surgido fuerzas políticas antagónicas que todavía hacen más imposible el consenso básico transversal. No puede haber una concertación general que incorpore simultáneamente a Vox, Unidas Podemos, ERC, EH Bildu y Junts per Catalunya.

Así que cuesta imaginar un escenario político diferente de esta inestabilidad permanente y de pelea continúa en la que España lleva tiempo instalada con un Ejecutivo débil, un parlamento dividido y unas instituciones desprestigiadas. Es una imagen de vulnerabilidad ante cualquier terremoto que pueda producirse cuando en otoño nos encontremos endeudados y sin trabajo.

Y lo que hace la situación más complicada es que a diferencia de otros momentos de la historia,  Catalunya no está en condiciones de ejercer el papel estabilizador de España que había practicado en situaciones de crisis: Estanislau Figueras y Francesc Pi i Margall en la primera República; la Lliga y Francesc Cambó en la crisis consecuente al desastre de Annual; ERC y Lluís Companys cuando la segunda República, e incluso podemos añadir Tarradellas y Pujol y el PSC de Reventós y Obiols en la Transición posterior a la dictadura.

Ahora, la opción política mayoritaria en Catalunya es el independentismo, lo que descarta la participación catalana en la cogovernanza de España. Tampoco parece que el Estado tenga ningún interés en recuperar a Catalunya y menos de seducirla con una propuesta integradora. Ni con el Gobierno más progresista de los posibles se ha dado un paso para la reconciliación y sí algunos más en la estrategia de la represión. Es una situación de callejón sin salida en la que nadie gana y que va acumulando agravios y resentimientos... hasta que en cualquier momento estallen.