Resulta muy cansado escribir sobre este señor. De hecho, resulta tan cansado como tener que escribir el enésimo artículo sobre charneguismo, ahora que los mantras falsamente integradores del procés y del pujolismo han caído. Y ahora que el nacionalismo catalán que resta, gracias a Dios, ha aprendido a desmontar desde el desacomplejamiento estos discursos de identidades pretendidamente intermedias que solo quieren acusar y diluir la catalanidad, aunque simulen lo contrario. Escribir sobre Rufián resulta tanto o más pesado porque es demasiado fácil. Porque, al igual que las costuras sobre el discurso charneguista han quedado al descubierto, las costuras del personaje en cuestión ya no son, tampoco, ningún enigma. Rufián rema desenvueltamente hacia el españolismo y lo hace con las herramientas más clásicas del españolismo: haciendo pasar cualquier vestigio de nacionalismo catalán por vestigio de Convergència —tal como históricamente han hecho los Comunes—, avivando los orígenes para negarse a abrazar una catalanidad sin adjetivos, haciendo pasar la nación oprimida por nación opresora. Cualquier persona que permanezca un poco conectada a la vida política del país lo ve, y de esta evidencia, de este plumero que al principio se intuía y que ahora es una certeza, se desprende una pregunta inevitable: ¿qué hace Rufián en ERC?

Tras las sucesivas derrotas electorales, parece que ERC —bajo el mandato tiránico de Oriol Junqueras— está centrando esfuerzos en recuperar la seriedad y la credibilidad perdidas durante el gobierno de Pere Aragonès. Con una marca nueva, y conferencias sobre una ruta nueva, y unos cuantos reels de Elisenda Alemany hablando de Barcelona como si no tuviera ninguna responsabilidad sobre el momento que atraviesa la ciudad, ERC quiere rehacerse. Al mismo tiempo, Rufián se endereza en solitario, sin ninguna dependencia ideológica ni ninguna otra lealtad que las lealtades personales, que alguna todavía debe de haber, con lo que se supone que es su partido. Hace pocos meses, de hecho, Rufián ya explicó abiertamente que su idea era la de constituir y encabezar una candidatura para las naciones “periféricas” —un poco más de españolismo— que algunos sectores de los republicanos no recibieron con buenos ojos.

Rufián rema desenvueltamente hacia el españolismo y lo hace con las herramientas más clásicas del españolismo

Todo hace pensar que al monstruo de Rufián lo engordó su propio partido cuando creían que podrían sacar algún provecho de él, y ahora que el monstruo se ha hecho demasiado grande y va por libre sin ninguna intención de rendir obediencia, el partido no tiene la fuerza para volver a atarlo corto. Llegados a este punto, también es plausible pensar que la facción ideológica que domina el partido, la que muestra una adhesión acrítica a Junqueras, quizás tampoco ha querido ejercer ninguna fuerza para mantener a Rufián a raya. Que ya les fue bien entonces y, en cierto modo, ante la posibilidad de tener un personaje en sus filas que de vez en cuando los saque de la irrelevancia en la que permanecen inmersos, todavía les sale a cuenta ser blandos, dejarlo hacer y no enfrentarse a él. Rufián es el ego desmesurado que vira ideológicamente con el viento para poder seguir bajo el foco. Ahora es de Jaén, ahora es de Santa Coloma de Gramenet. Y una parte de ERC, que justo ahora empieza a darse cuenta de las consecuencias de las decisiones tomadas en los últimos diez años, anhela el foco a cualquier precio, porque lo entiende como un posible ascensor hacia el estatus perdido. 

Desde fuera, todo parece una casa de locos. Pero existe un punto de unión que dota al panorama de una cierta lógica: Junqueras y Rufián son dos hombres hipnotizados por el poder. No tienen ningún conflicto —ni moral, ni político— a la hora de derrocar todo lo que les ha permitido alcanzar el poder que ya ostentan ante la posibilidad de conseguir una migaja más. Y así, se entienden. Gabriel Rufián es el perfil que se deja seducir por el poder político que simboliza Madrid y que se alimenta de los elogios de aquellos de quienes un día dijo querer independizarse. La validación de los catalanes es una tontería ante la posibilidad de recibir la validación de los españoles, un público más grande. A priori, esto podría parecer una amenaza para la estructura del partido, pero el partido está lleno de cargos tan faltos, con tan poca capacidad de crítica, de autocrítica y con una idea tan blanda del país que dicen querer representar, que les basta con ver que Rufián es uno de los políticos mejor valorados del Estado para asumir las contradicciones ideológicas que esto conlleva y pensar que les sale a cuenta. Junqueras lo tiene lejos y esto mantiene a raya el miedo a que lo eclipse, que es el miedo que ha perseguido a Junqueras mientras ha estado inhabilitado. Así, Gabriel Rufián puede hacer y deshacer precisamente porque el partido está como está, y él está donde está. Y cuando tenga ante sí la posibilidad de aspirar a una cuota de poder más dilatada, a un foco más vasto y a una validación aún más abundante, saltará sin mirar atrás y, con suerte, en ERC aún habrá quien lo justifique.