Carla Simón ha ganado el Oso de Oro de la 72 edición de la Berlinale. Es la primera película catalana que lo gana y el éxito da para muchas lecturas. Alcarràs, que así se llama la película como ya sabe todo el mundo mínimamente informado, está rodada íntegramente en catalán, narra la historia de la última cosecha de una familia en una finca de Alcarràs (Segrià) antes de que los propietarios instalen en ella placas solares. Y, por tanto, una primera lectura habla de una reivindicación de las mujeres, de los campesinos, de la despensa de Catalunya, de la mermelada de melocotón, de la Catalunya vaciada, de los actores no profesionales, de la familia, de la identidad, de la historia, de la cercanía, de las emociones. Nos avisa de la modernidad mal entendida, de la tiranía del dinero. Y nos habla de una reivindicación de la lengua, porque se demuestra que el catalán no es un impedimento para que un proyecto tenga recorrido. Lo escribo a menudo, pero insisto. No creo que se haya valorado suficientemente que HBO comprara un documental de tres capítulos en catalán sobre cómo se vivieron los días más duros de la pandemia en el Parc Taulí de Sabadell. No le hemos hecho caso ni nosotros mismos. Y en este sentido estoy de acuerdo con quien dice que el victimismo no nos lleva a ninguna parte como país, que debemos tener ambición. Y autoestima, añado. Ludovico Longhi, profesor de Carla Simón, comparaba cómo se ha recibido el éxito de la cineasta con una Champions del Barça. Nos hemos menospreciado tanto, vamos tan faltados de alegrías, que el éxito de Carla Simón se ha celebrado como un gol decisivo.

Los algoritmos nos dicen qué música debemos escuchar, qué series debemos mirar, qué debemos leer; y lo que ha hecho Carla Simón no triunfaría en un mundo de algoritmos

Debemos tener ambición, pues, y eso significa, como decía Tono Folguera, uno de los productores de la película, que el cine necesita tiempo y dinero. Y nosotros mismos somos los primeros que no le dedicamos ni tiempo ni dinero. Y debemos hacerlo. Porque, efectivamente, cuesta mucho encontrar financiación para cualquier forma de arte en catalán. Y esto me lleva a la lección que más me interesa. Demasiadas veces la financiación depende de lo que digan unos algoritmos. Los algoritmos nos dicen qué música debemos escuchar, qué series debemos mirar, qué debemos leer. Y lo que ha hecho Carla Simón no triunfaría en un mundo de algoritmos. Y por eso me gusta. Si tú pones como ingredientes en una máquina a una directora joven, actores no profesionales, la lengua catalana, melocotones y Alcarràs, el algoritmo te dirá que dónde vas a parar. Si tu financiación depende de un algoritmo, nadie te va a dar un duro. Son las personas, su sensibilidad, su nariz o lo que quieran, las que tomarán una decisión diferente, que es lo que afortunadamente hacen en el Festival Internacional de Cine de Berlín. El algoritmo querrá la serie de espías del PP, no unos campesinos de Lleida. Los algoritmos nos llevan a aquellas calles de todas las capitales del mundo que ya son iguales, porque encontramos las tiendas de las mismas multinacionales. El algoritmo nos lleva a un mundo uniforme. El algoritmo mata la creatividad y la innovación. El algoritmo no entiende de emociones. El algoritmo nos lleva al McDonald's. El algoritmo nunca hubiera valorado a Ferran Adrià. El algoritmo no entiende de arte. El algoritmo es más corto que las mangas de un chaleco. O igual de inteligente que quien lo programa. O de quien le hace caso.