Ni siquiera la obligación de hacer buena cara y de hartarse de comer al día siguiente a una gran fiesta da tanta pereza como escribir o leer un artículo de política. Los políticos todavía están de vacaciones y los problemas van para largo. El año no pinta bien y la década tampoco, por más que algunos insistan en vender ungüentos con la esperanza jesuítica, de red social, tan típica del país. Me parece que este es un buen día para recuperar un fragmento del libro de memorias de Macià Alavedra que he empezado a reescribir. Espero que los suscriptores de Casablanca me lo perdonen. Me parece que da perspectiva, ahora que se habla tanto del retorno de Puigdemont para tapar las vergüenzas de la democracia española. 

"(...) Gassol trataba a mi padre de “hermano”, y con Tarradellas también se querían mucho. Yo heredé su afecto y tengo que decir que admiro su figura política, cosa poco frecuente en los ambientes de Convergència. Dentro de mi partido, con quien más me parece que coincido respecto a Tarradellas, es con Jordi Pujol. Los dos presidents se valoraban mucho, a pesar de la rivalidad política que los enfrentaba. A Tarradellas quizás le costaba más reconocerlo porque era más viejo y porque venía de aguantar la Generalitat en el exilio con penas y trabajos, pero me consta que la admiración era mutua.

Cuando nos encontrábamos en un ambiente distendido, a Tarradellas le gustaba hacerme contar una anécdota reconstruida por él mismo y por mi madre que dará una idea de quién era este hombre. Una tarde, cuando tenía dos o tres años, estaba jugando en la casa familiar de Banyoles con mi madre y, de repente, vi un Hispano Suiza que paraba delante de la puerta. En las casas de Banyoles la puerta de la entrada siempre estaba abierta y daba a una sala grande que hacía a la vez de recibidor y de distribuidor.

Desde aquella sala vi a un chófer con gorra y polainas que abría la puerta del coche a un tipo de casi dos metros. Tarradellas llevaba un abrigo largo que le caía hasta los pies y un sombrero borsalino como el de las películas de Jean-Paul Belmondo. Mientras aquella figura bajaba del coche y se desplegaba aguantándose el sombrero, un golpe de viento levantó un remolino de polvo en la calle. Ver aquel personaje que salía de una nube de polvo y entraba en casa aureolado por los rayos de sol de la hora baja que le caían por la espalda, me impresionó tanto que me agarré a las faldas de mi madre y, petrificado en medio de aquel recibidor que me parecía tan inmenso, le pregunté: “Mamá, este señor es Dios nostru senyor?".

Tarradellas gozaba cuando me oía explicar esta anécdota en público. Para mí que aquel día empezó a pensar que había salido espabilado, y que era el único que, hasta entonces, había sabido ver claramente quién era. En aquella época era conseller primer de la Generalitat, la guerra iba mal y nadie podía pensar que cuarenta años más tarde volvería a Catalunya como president. Aun así, la confianza que tenía en sí mismo, y yo añadiría que la importancia de su figura, está en consonancia con aquel físico suyo de petrolero de Texas, tan poco usual en un país mediterráneo. El filósofo Francesc Pujols, cuando hablaba de él con mi padre, siempre decía: “¿Qué cuenta nuestro Richelieu?”. Consideraba que era el único político de verdad que había dado la Generalitat republicana.

Me parece que la autoconfianza y la planta que tenía son las dos características que mejor lo describen, y que mejor explican su ambición indestructible y su tenacidad admirable. Tarradellas era un seductor nato. Dejaba a las mujeres embelesadas. A pesar de que era un machista y las mujeres no le interesaban demasiado, las fascinaba con una mezcla de cortesía y de adulación. A los hombres, también sabía metérselos en el bolsillo. Muchos hombres importantes de la época, como por ejemplo Domingo Valls, Manuel Ortínez o Duran Farrell se rindieron a sus encantos.

Tarradellas tenía, igual que De Gaulle o que Macià, una presencia que imponía respeto. Sobre esto también tengo una anécdota. Una vez me invitó a cenar a Chez Prunier, uno de los mejores restaurantes de París de los años sesenta y setenta. Como siempre, hablábamos de política catalana y, sobre todo, de Joan Baptista Cendrós, que era su obsesión del momento. El fundador de Òmnium Cultural era un burgués que jugaba un papel destacado en el mundo catalanista y que, en cambio, no lo ayudaba económicamente. Esto le dolía. Tarradellas siempre estuvo en contra las iniciativas del catalanismo que no pasaban por él. Todo aquello que consideraba que disminuía su figura de presidente de la Generalitat, le molestaba.

Y bien, mientras cargaba contra el uno y contra el otro y me preguntaba si el de aquí o el de más allá tenía ambiciones políticas —los rivales que le podían hacer sombra siempre lo preocuparon mucho—, yo iba pensando cuánto costaría aquella cena y quién la pagaría. Como que no llevaba dinero y Tarradellas siempre iba justito pero nunca bajaba el listón, pensaba: “Si ahora le sale por decir que es el president de Catalunya, estos franceses llaman a la policía y nos pasamos la noche fregando platos”. Y efectivamente: cuando llega la hora de pagar y viene el maître con la addition, Tarradellas se saca una tarjeta de la cartera y, a la vez que se levanta, le dice: “Pase a cobrar mañana la factura en el hotel Mont Thabor, soy el president de Catalunya”.

El maître quedó un momento bloqueado. Pero a continuación hizo una pequeña inclinación y le dijo: *Oui, monsieur le president". Y salimos de ahí como unos señores. Estoy seguro que otro sin aquel físico y aquella sangre fría no habría salido de la situación tan fácilmente. 

La autoconfianza de Tarradellas también explica por qué tenemos la Generalitat, la única institución que conecta la España actual con la legitimidad republicana. Durante treinta años no bajó del burro, vivió en Francia como si estuviera en Catalunya, esperando su hora, luchando contra cualquiera que le pareciera un rival político. Sabía todo lo que pasaba en el país, incluso sabía qué se publicaba en los diarios locales de Girona, Lleida o Tarragona; tenía un plantel de informadores y un archivo fabuloso. Cuando la política le daba un disgusto, se cerraba en sí mismo y podía pasarse días callado, huraño, de un mal humor horroroso. Entonces protagonizaba escenas tragicómicas, como por ejemplo que, en la mesa, su mujer le ofreciera la sal y él le espetara: “¡Antonieta no me mires, te he dicho que hoy no tengo el día, por favor no me mires!”. Era su manera de resistir cuando se sentía decaer.

Con Cendrós, Tarradellas protagonizó una anécdota que quizás ayudará a entender hasta qué punto se tomaba a pecho su misión. Andreu Abelló, que había sido presidente del Tribunal de Casación durante la Guerra Civil, le dijo a Cendrós: “Esto no puede ser: os tenéis que reconciliar con Tarradellas. Nos encontraremos en el hotel Bristol y entonces os recomiendo que os calléis. Él os clavará una paliza de tres o cuatro horas. Os reprochará que hayáis comprado un piso en París y que hagáis política en el exilio. Esto lo tiene obsesionado porque considera que lo disminuye como representante de Catalunya y querría que este piso lo cerrarais o se le dieseis a él. Vos solo escuchadlo, no le digáis nada”.

A Cendrós le costaba callar, tenía un carácter muy fuerte. Y, efectivamente, después de una paliza de tres o cuatro horas no podía más y le dijo: “Mire president, se lo diré con una expresión típicamente catalana porque yo soy un catalán típico y vos me entenderéis perfectamente. Este piso lo hemos abierto por un motivo, y es porque a mí me ha salido de los cojones. ¿Y sabéis cuando lo cerraré? Pues lo cerraré cuando me vuelva a salir de los cojones”. Y allá se acabó la conversación. En este país, donde la mayoría de gente se las da de muy fina y civilizada, muchas cosas importantes se discuten y se solucionan así.

Cuento todo esto porque la mitología de la Transición y el paso del tiempo hacen que ahora sea muy difícil hacerse una idea de la tenacidad y la enorme capacidad para mantener la esperanza que necesitó aquel hombre. Ahora recuerdo, por ejemplo, una visita que le hice en Saint-Martin-le-Beau, con mi mujer. Con Doris nos habíamos casado en 1959 y esto debía ser en 1960. Doris Malfeito Torrella es hija de una familia apolítica. Su padre creó la empresa Solriza de perfumería y era una mezcla de sangre portuguesa, francesa y catalana. En casa hablaba en catalán y había enviado a las hijas a la escuela Virtèlia. Pero como la mayoría de la gente del país, Doris apenas había oído hablar de Tarradellas cuando nos casamos.

El president nos dió, de regalo de boda, unos días en París, en el hotel Mont Thabor. Este hotel era propiedad de un catalán de Arbúcies, poco catalanista, pero que, en cambio, por aquellas cosas raras que tenemos los catalanes, adoraba a Tarradellas y, además de ayudarlo a pagar las facturas, había convertido el hotel en una especie de sede oficiosa de la Generalitat en el exilio. Después de agotar la estancia en París, antes de volver a Barcelona, pasamos unos días en Saint-Martin-le-Beau. Después de cenar, Tarradellas y yo dejábamos las mujeres en el cuarto de estar, subíamos a las buhardillas y hablábamos de política. Hasta las cuatro o las cinco de la madrugada no me acostaba y Doris me pedía si realmente la política daba para tanto.

En la conversación, Tarradellas acostumbraba a repetir siempre los mismos conceptos: tenemos la institución y tenemos que mantenerla. Ya he dicho que le preocupaba todo lo que restara protagonismo a la Generalitat: estuvo contra Montserrat, contra Òmnium Cultural, contra la Asamblea de Catalunya, contra el Consejo de Fuerzas Políticas, contra todo el que no liderara él. En fin:la cosa es que el día que nos íbamos, mientras el matrimonio Tarradellas nos despedía desde el porche de la casa y yo ponía el coche en marcha, Doris me dijo:

—Escucha, el president es fantástico...

—Sí... — respondí.

—Pero, ¿de verdad crees que va a volver a Catalunya como president de la Generalitat?  

—¡No, que va! — exclamé, cuando todavía lo veíamos por el retrovisor, junto a su mujer…

—¡Ah! ¡Creía que estabais todos locos! 

Como he dicho, esto era en 1960. A pesar de que yo lo admiraba, estaba convencido de que no volvería nunca de president. No se lo decía, claro, pero lo tenía clarísimo. En aquel momento el único que se lo creía era él. O sea que a Tarradellas se le pueden criticar muchas cosas, pero se le tiene que reconocer una fortaleza de espíritu heroica, me parece a mí.