Ayer, como cada sábado, tuve el placer de participar en la tertulia de análisis político y de actualidad del canal 8tv, en su programa OpinaCat. Durante el bloque analizamos lo sucedido en el Congreso de JxCat que se acababa de clausurar en el instante en que comenzábamos el programa. En este Congreso se produjo el relevo de Carles Puigdemont como presidente. Un hecho que él mismo había anunciado que tendría lugar hace un mes, mediante una carta enviada a la militancia y difundida por los medios de comunicación. Puigdemont daba por cerrado el capítulo de la fundación del partido, hito conseguido con un exiliado y un preso político a la cabeza. Un hecho que supuso un impacto en las elecciones catalanas que quizá con el tiempo tome la relevancia que merece, en lo que a la anomalía de la situación democrática que vivimos se refiere. 

Mientras el presidente de JxCat es eurodiputado en Europa, de haber estado en España se le habría negado la posibilidad, como le sucedió a Oriol Junqueras. No es una suposición, pues basta la comparativa entre el exilio y el interior para evaluar los distintos derroteros. Sin el exilio, el pulso del soberanismo catalán se habría diluido en un santiamén. No quiere eso decir, evidentemente, que el soberanismo —especialmente el independentismo— no se haya difuminado. Es innegable que lo ha hecho, y mucho. Por las distintas visiones internas, por las distintas situaciones fácticas que han vivido unos y otros (prisión vs. exilio), por el interés desde el Gobierno del Estado en conseguirlo y valerse para ello de toda treta habida y por haber, y por la necesaria colaboración de los medios de comunicación (tanto a nivel del Estado español como también a nivel de Catalunya). Por estas razones y sin duda por muchas otras más, comprender la importancia del momento a la hora de crear un partido que mantuviera presente la causa independentista (y cuando digo "causa" me refiero a la de la propia independencia, pero también a la "causa" como asunto judicial-represivo-institucional con respecto al Estado español) es esencial.

Se olvida casi de manera absoluta que los también exiliados Toni Comín, Meritxell Serret o Marta Rovira eran (y las dos siguen siendo) de ERC. Anna Gabriel es de la CUP. Y es evidente que desde el exilio se ha mostrado siempre unidad y profunda fraternidad entre ellos, con un discurso marcado en la necesidad de enfrentarse a un Estado español con ramalazos antidemocráticos. Lluís Puig, Clara Ponsatí o el propio Valtònyc suman más colores a la paleta y todos han mostrado siempre una misma postura. Desde que se dinamitó la lista unitaria para lograr la independencia, evidentemente el discurso netamente soberanista se ha resquebrajado. Y ha aterrizado en el plano de la política, la de siempre, la de partidos y peleas entre ellos para sacar cabeza. Es en ese momento cuando hay quienes consideran que la batalla no ha terminado, mientras que otros consideran que todo lo sucedido en los últimos cinco años es un capítulo más de la historia y que el siguiente ya se está escribiendo. Para estos últimos, lógicamente, no tiene ya sentido ir a Waterloo, ni a Ginebra, supongo. Porque en la medida en que se "supere" todo lo sucedido, "se podrá avanzar" (quienes así piensan nunca dejan claro qué entienden por "superar" y por "avanzar"). Y olvidar lo antes posible es la mejor manera de superar el mal trago: sirva para ello mesas de diálogo prácticamente inexistentes, tragar con mil giros de relato sobre el espionaje de Pegasus, y hacer saltar por los aires los acuerdos firmados para investir a Aragonès a la primera oportunidad.

Dicho en román paladino: unos no han pasado página, porque viven instalados forzosamente en ella y su libertad depende de que no pase; y otros piensan que pasándola podrán recuperar sus vidas. ¿Qué es mejor: introducirse en el sistema soñando en cambiarlo desde dentro o plantarle cara por muy pequeño que se sea? De la respuesta a esta pregunta habrá quien analice el Congreso de ayer como el de un partido más de la esfera política, o quien lea lo ocurrido en clave antirrepresiva. El relevo de Puigdemont lo toma Borrás. El de Jordi Sánchez lo toma Turull. La presidenta del Parlament y quien hubiera sido el presidente de Catalunya de no haber tenido que acudir a Madrid, entre la primera y la segunda vuelta de votación, para no volver. Dos figuras muy potentes dentro del independentismo, sin lugar a dudas. Por mucho que esta lectura no se suela plantear (debido al omnipresente enfoque autonomista de los partidos en Catalunya), todavía queda una incógnita en la ecuación: la candidatura que se presentará para las próximas elecciones de Barcelona.

Seguramente haya quien, leyendo esto, piense que vivo fuera de contexto, que los hechos se suceden en esta lucha entre siglas de partido y guerras de la realpolitik. Sin embargo, hay un elemento que, en mi opinión, debería estar más presente de lo que está en los análisis políticos: la respuesta de la justicia europea ante lo sucedido en España. Un hecho que se acerca en el tiempo y que, a juzgar por lo sucedido en el exterior hasta la fecha, bien podría suponer un notable empujón para el soberanismo. Si eso sucediera, es innegable que provocará un nuevo momentum. Para el Estado español podría ser "una patata caliente" que tenga que gestionar (por eso va poniéndose la venda antes que la herida). Pero para la política actual catalana sin duda tendrá enormes consecuencias. Negar esto y tratar de analizar el congreso de ayer desde una lógica de partidos sería sin duda insuficiente. 

JxCat ayer pasó de fase, pero no pasó página.