Lo que está pasando con el (ex) diputado de Unidas-Podemos, Alberto Rodríguez demuestra, una vez más, que el Tribunal Supremo es más supremo que Tribunal. Eso lo lleva a mantener una relación relativamente formal con la ley.

Por sentencia del 6 de octubre pasado se condenaba al referido diputado por un delito de atentado a una multa de un mes y quince días con un una cuota diaria de 6 €, lo que comporta una multa de 270 € y a una inhabilitación especial del derecho de sufragio pasivo —ser elegido— por el mismo tiempo. No hay que entrar en que la condena, que tiene dos votos particulares, se basa únicamente en el testimonio del policía presuntamente agredido, sin ninguna prueba periférica que ratificara sus afirmaciones ante las negativas del acusado. Otros argumentos como ser un habitual de las manifestaciones, a pesar de caer por su propio peso, también fueron utilizados para determinar su responsabilidad.

Una vez establecido el delito, toca establecer la condena. A pesar de los esfuerzos que hace el TS en su sentencia, es una pena que no existe en el Código penal. El delito de atentado está castigado con la pena de prisión de seis meses a tres años (art. 550. 2 CP). Como se apreció, con el atenuante de dilaciones indebidas —la tardanza injustificada al resolver el pleito—, la pena de prisión resultante era inferior a tres meses. En este supuestos, el art. 71.2 CP impone al tribunal sustituir la pena de prisión por una pena de multa. Hasta aquí todo en orden.

Los problemas empiezan cuando el TS quiere hacer pasar un camello por el ojo de una aguja. La pena de inhabilitación que en delito de atentado es una pena accesoria; como tal pena accesoria no tiene, lógicamente, vida propia. Sin embargo para el TS no es así. Rebaja la pena de inhabilitación también y la impone en la extensión de un mes y 15 días, que es la duración de la pena principal. Argumenta la sentencia del TS, que el mencionado art. 71.2 solo habla de penas privativas de libertad, no de otros castigos.

No hace falta que diga nada. Es más: el razonamiento judicial choca con la letra y la sistemática del CP. En efecto, la pena impuesta es una pena leve, pues no llega a tres meses [art. 33. 4 g) CP]. El Código Penal, que no quiere imponer penas privativas de libertad por debajo de los tres meses por ineficientes y contraproducentes, ordena la sustitución por la de multa, una pena aquí leve, prevista en el catálogo de penas leves del citado art. 33 CP.

Así las cosas, si vamos a ver la regulación penal de la pena de inhabilitación especial, prevista en el artículo 40. 1 del Código penal, resulta que es una pena de tres meses a veinte años. Si bien se podría pensar que, al ser accesoria, tiene que tener la misma duración que la pena principal, resulta que la inhabilitación especial inferior a tres meses no está prevista en el catálogo que ya hemos visto del artículo 33 de la norma penal. ¿Qué hacen los tribunales de ordinario? Dejan sin efecto la pena privativa de derechos, pues la pena que resultaría de la rebaja, es una pena inexistente en el ordenamiento español.

En consecuencia, el TS, haciendo de Supremo, pone contra reo (perdón por el latinajo) una pena inexistente, además, no tiene en cuenta ninguna perspectiva de los derechos fundamentales, que son el límite al derecho punitivo. Aquí el derecho fundamental a ser elegido —sufragio pasivo— comporta una doble lesión no considerada en ningún sitio: el derecho a la participación en los asuntos públicos y los de los ciudadanos a participar mediante sus representantes y no otros, tal como impone el artículo 23 de la Constitución.

La historia continúa. El TS comunica de inmediato al Congreso y a la Junta electoral la inhabilitación del diputado Rodríguez. Recibida la notificación por la presidenta Batet, dado que la pérdida de la condición de diputado no está prevista en el artículo 22 del Reglamento del Congreso, pide un informe a los letrados de la cámara, que, en un estudio impecable de acuerdo con el derecho vigente, concluyen que no procede dar de baja al diputado en cuestión.

La presidenta Batet se dirige en este sentido al TS y el presidente de la Sala Segunda, Marchena, le responde el pasado 22 diciendo que la sentencia es correcta, finalizando con que la pena resultante es la de prisión que comporta la inhabilitación. Es más, la pena final de multa lo es únicamente a efectos de ejecución. Insólita y extravagante argumentación. Se condena a una pena que no figura en la resolución de la sentencia y la que figura es a los únicos efectos de ejecución de una pena por la cual el sujeto no resulta condenado. Ininteligible y fuera de toda previsión legal.

 

Con todo eso, la inviolabilidad del parlamento, como ya pasó con el caso Atutxa o el procés, salta por los aires. Hay que recordar que la inviolabilidad parlamentaria, como doble garantía institucional tanto de la libertad de los parlamentarios como de la separación de poderes, no conoce excepciones y es oponible a cualquiera tercero, aquí el TS. Resultaría que, si no fuera así, el TS o cualquier juez o tribunal sería de hecho el presidente de la cámara, no solo un diputado más, como decía ayer en este diario, Iu Forn.

Con una celeridad inusitada no se ha dado tiempo —el término es de 20 días— a que el diputado Rodríguez presentara un recurso de amparo ante el TC con la petición de suspensión de su pena de inhabilitación, visto el perjuicio irreparable que produciría su ejecución. Ahora teóricamente es posible, pero altamente improbable.

Y en todo caso, le corresponde al Congreso plantear un conflicto de competencias contra el TS ante el TC, pues ha invadido con la voluntad efectiva de ejecución de su sentencia la independencia organizativa y representativa de la cámara.

¿Lo planteará? ¿Mandarán ya para siempre los tribunales sobre la voluntad popular? Veremos.