Si algo ilustra el nuevo libro de David Madí, Merèixer la victòria, es que lo del procés cambió la mentalidad del país de arriba abajo y que es imposible volver atrás sin perder hasta la camisa. Se puede estar más o menos de acuerdo con las tesis de la ex-mano derecha de Artur Mas —siempre polémico y controvertido—, pero el libro sirve para visualizar cómo ni la cosa fue siempre hecha “desde abajo” ni Convergència se "transformó" en un partido independentista: hacía años que la mayoría de sus militantes ya lo eran. Simplemente, en el momento adecuado (por convicción, pero también, evidentemente, por interés, y sobre todo gracias a un inevitable —pero meticuloso— relevo generacional) la etapa post-tripartito se enfocó a canalizar la indignación general por la sentencia del Estatut y derivarla hacia un paulatino proceso de desconexión de España. No hace falta estar de acuerdo con Madí, evidentemente: pero lees el libro y te das cuenta de lo muy atrás que hemos ido, por culpas ajenas y propias, y, por lo tanto, las camisas que hemos perdido.

No descubro la sopa de ajo, diciendo esto. Absolutamente todos los líderes independentistas que se presentaban a estas elecciones europeas son conscientes de que sin un retorno a esa música, a esa activación general, los grados de participación electoral en este movimiento se mantendrán a la baja o, como máximo, se estabilizarán en un suelo poco penoso. Lo saben todos, del primero al último. Por lo tanto, es de un patético infantilismo tratar de otorgarse la voz del actual abstencionismo: cuando has vivido lo que vivimos en 2017, nada que no se parezca mucho podrá llegar a acercarse a esos índices. Pero es que la evidencia la tenemos con lo que ya sucedía antes de 2017: recuerdo que en los años anteriores ya era difícil para el nacionalismo, el soberanismo, incluso para ERC, imponer relato alguno o reclutar a nuevos militantes, puesto que en ese momento todo el que quería participar en política se hacía de Òmnium o de la ANC. A nadie debe extrañarle lo que sucede hoy, e incluso los índices de participación en estas elecciones son similares a los de la época pre-procés. Simplemente, sin esa sensación de ir a por ello y de poner la directa, la desmotivación es mayor y volvemos un poco ahí donde estábamos. Otra cosa es que sea injusto, o poco inteligente, porque no cabe duda de que en el voto reside la existencia y que cuanta menos representación tienes, menos existes: sí, también como país. O como conflicto, en plena mesa de negociación en Suiza. Pero bueno, todo el mundo debe mirar sus culpas propias. Dejando de lado, por supuesto, a quienes pretenden aprovechar esta circunstancia para erigirse en una especie de clarividentes de la ola. Aún creen que se ha puesto a llover porque ellos han rezado más que nadie, o porque son más listos que nadie. Lo más recomendable, créanme, es dejar que lo sigan creyendo.

Que la gente vote menos cuando el proceso de ruptura se detiene, me parece lo más normal del mundo. Lo que ya no es tan normal, ni tan deseable, es que nos alegremos de ello

Lo único que importa ahora es saber cómo cambiar esta deriva. Vuelvo a insistir en que este tipo de resacas también costaron mucho a Quebec o en Escocia, pero la diferencia de Catalunya con estos otros dos procesos es que Catalunya nunca ha perdido ningún referéndum. Por lo tanto, no sé si estoy de acuerdo con el “hacerlo diferente” de Madí; es decir, sí creo que la estrategia independentista catalana debe actualizarse, pero no tengo tan claro que un eventual caballo de Troya con los vascos en Madrid necesite guardar en ninguna vitrina lo conquistado en 2017. Pienso que la declaración de independencia es tan vigente como lo fue la de Chile años antes de su independencia, básicamente porque no pertenece a ningún partido sino a todos nosotros, y porque fue un éxito. Despilfarrado, pero un éxito. Lo que estamos viviendo en estos años es una guerra de posiciones (judicial, jurídica, y, por lo tanto, menos épica o menos popular) en la que ambos bandos intentan salir con ventaja de cara a la esperable siguiente ola. Recuerdo perfectamente haberlo aventurado en 2017: la última carta que le quedaba a España no era la de la represión, esa era la penúltima: la última de verdad era el PSOE y sus ofertas pacificadoras o reformistas, difíciles de rechazar por parte de un pueblo que siempre hemos dicho que somos gente pacífica y que no nos gusta gritar. La única ventaja es que estamos ante una aproximación al final de esta comedia, en un nuevo reparto de cartas poselectoral, donde veremos si España realmente pretendía reformarse (veremos qué pasa con la ley de amnistía) y si el independentismo, por su parte, también se sabe reformar y reforzar. Que la gente vote menos cuando el proceso de ruptura se detiene, me parece lo más normal del mundo. Lo que ya no es tan normal, ni tan deseable, es que nos alegremos de ello. La única lección a obtener es la de hacer menos caso de los catastrofistas y ponerse de nuevo a trabajar.