Las encuestas que se han publicado últimamente sobre la situación política de Catalunya coinciden en un dato que se ha analizado poco. La determinación del Govern a celebrar el referéndum ha hecho aumentar de manera exponencial las ganas de votar de los partidarios de la unidad de España.

Hasta hace pocos meses, la mayoría de políticos y de opinadores vaticinaban sin vacilar que el referéndum sería una fiestorra de consumo interno, en la cual solo participarían los partidarios del 'sí'. La supuesta baja participación era el argumento estrella de las voces que cuestionaban la eficacia del derecho a la autodeterminación, tanto desde dentro como desde fuera del independentismo.

El 9-N recogió a duras penas 100.000 votos a favor del 'no'. Ahora las encuestas calculan que en el referéndum del 1 de octubre unos 700.000 catalanes se podrían pronunciar contra la independencia. Es curioso que la prensa evite preguntarse qué ha hecho el gobierno Puigdemont para reunir, ni que sea en el mundo de la intención, siete veces más de votantes unionistas que su antecesor.

Supongo que los mismos que te miraban como si fueras loco cuando decías que la participación en un referéndum serio podía rondar el 70 por cien ahora deben pensar que los motivos son diversos y complejos. A mi entender, hay un factor decisivo que funciona en todos los órdenes de la vida y que la política catalana ha estigmatizado y perseguido para evitar incomodar la orden autonomista.

La primera cosa que tienes que hacer para resolver un problema es afrontarlo de manera clara y creíble. El 9-N se organizó supeditando su eficacia a una retórica ambigua y sucursalista, cargada de fantasmas y de miedos. Los partidarios de la unidad de España no se sintieron interpelados porque leyeron las astucias de Mas como la prueba que Madrid seguía mandando a Catalunya.

El 9-N tenía un aire de elecciones a la Generalitat, recogía al tácito viejo entendido según el cual la autonomía era un negocio de los nacionalistas catalanes. Y no solo porque se hacía tratando de encajarlo en el ordenamiento jurídico español, para resolver un problema que sobrepasaba las competencias del Estado. También porque Mas ligó la libertad de su país a la suerte de su partido y eso no hay nadie con dos dedos de frente que lo lea como una muestra de patriotismo auténtico.

Si todo va bien, el 1 de octubre no se hará pensando en las limitaciones impuestas por Madrid, ni en los intereses de los partidos, sino en la voluntad de los electores catalanes. Cuando Puigdemont dice que no reconocerá una posible inhabilitación de la justicia española pone su suerte, y la de la institución que representa, en manos de la voluntad democrática de los ciudadanos de su país.

En cierta manera les dice: la autoridad española no tendrá valor en Catalunya hasta que vosotros no os hayáis pronunciado sobre su legitimidad. Con este gesto liberador la pregunta sobre la independencia toma una profundidad política imposible de ignorar ni de tergiversar. Por eso los comediantes protestan, porque saben que muy poca gente podrá resistir la tentación de posicionar ante una qüestión que ha estado prohibido plantearla durante tantos y tantos años.