Hoy se conmemora el septuagesimoquinto aniversario de uno de los días más luminosos del turbulento siglo XX, el de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948. El hecho ocurrió en París, en el Palacio de Chaillot en el Trocadéro, donde se encontraba reunida la Asamblea General de Naciones Unidas en su tercera sesión, en unos momentos en que esta institución todavía no tenía su sede permanente en Nueva York.

La principal impulsora de este texto, hoy todavía inspirador, había sido Eleanor Roosevelt, destacada activista americana entonces ya viuda de Franklin D. Roosevelt, 32.º presidente de los Estados Unidos (1933-1945). En la redacción participaron también destacadas personalidades como el francés René Cassin, el libanés Charles Malik o el chino Peng Chun Chang. También un joven diplomático francés, Stéphane Hessel, exmiembro de la Resistencia y superviviente de Buchenwald, que en 2010 publicaría el panfleto Indignez-vous!, origen de lo que sería el movimiento de los indignados. Es más, en el proceso de elaboración de esta declaración, desde la Unesco se hicieron una serie de consultas a destacadas personalidades de la época, incluido Mahatma Gandhi.

El resultado fue el actual instrumento —el documento traducido a más lenguas del mundo— con su preámbulo y treinta artículos que desgranan los derechos civiles, políticos, sociales y culturales de los cuales son sujetos todos los seres humanos independientemente de su origen, género, condición social, creencia u opinión política.

Su aprobación no se puede separar de las experiencias traumáticas vividas durante la Segunda Guerra Mundial: el fascismo, los cincuenta millones de muertes resultantes de este conflicto, el Holocausto y la aparición y uso del arma atómica. Y si bien no fue conceptualizada como tal, la declaración —en tanto que icono de la radical igualdad de todos los seres humanos— fue referente intelectual del proceso de descolonización que se iniciaba también en aquellos momentos.

Hoy, más que nunca, tenemos que apostar por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, rememorando aquel día luminoso y estelar de hace setenta y cinco años

Setenta y cinco años después de su nacimiento, sin embargo, el balance es claroscuro.

Por una parte, está la propia Declaración y el posterior despliegue normativo a través de los Pactos de Derechos Civiles y Políticos, y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (los dos de 1967); así como un conjunto de declaraciones, tratados y normativas de ámbito global, continental y nacional, con varios grados de aplicación, que hacen que hoy formalmente los derechos humanos sean de aplicación casi universal. Es más, en algunos contextos, como el europeo, incluso existen instancias supranacionales encargadas de asegurar el respeto, como el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.

Igualmente, es indudable como el respeto y la valorización de todo aquello que implica la Declaración Universal ha avanzado muchísimo, sobre todo si comparamos el mundo de 1948 con el de 2023. La democracia y los derechos civiles y políticos se han difundido de manera notable, el fin del sistema colonial —de matriz racial—, la caída del muro de Berlín, y tantos otros procesos políticos y sociales han hecho del mundo un lugar mucho mejor que el de 1948. En las recientes décadas los derechos de segunda y tercera generación (sociales, culturales, ambientales y de género) han avanzado de manera notable y muchos de los aspectos que se consideraban quimeras hace setenta y cinco años hoy forman parte del día a día de gran parte de nuestras sociedades.

Ahora bien, también es evidente que a pesar del mencionado despliegue normativo por todo el mundo, y de una sofisticada maquinaria de Naciones Unidas para promover y hacer respetar los derechos humanos, en las últimas décadas, hemos sido testigos de nuevo de barbaries como el genocidio en Ruanda a principios de los años noventa del siglo pasado, pasando por las guerras en la ex-Yugoslavia y tantos otros conflictos y violaciones masivas —y también a pequeña escala— de los derechos humanos. Solo hay que ver qué está pasando en estos momentos en Ucrania, Gaza, Israel o Myanmar y en tantos otros lugares para tener claro lo lejos que estamos todavía del respeto y cumplimiento generalizado de la Declaración y todo lo que significa y comporta.

Pero es precisamente por eso, y por las amenazas que comporta la actual oleada de populismo y de extrema derecha que vivimos, que hoy, más que nunca, tenemos que defender y apostar por los derechos humanos. Hace unas semanas, organismos internacionales de referencia nos confirmaban que el mundo vive la recesión democrática más larga nunca registrada. Igualmente, somos testigos de como el autoritarismo va al alza y el respeto a las minorías o la libertad de información van a la baja. También surgen nuevos retos enormes, desde la perspectiva de los derechos, en relación a algunos de los principales desafíos a los cuales se enfrenta actualmente la humanidad; empezando por la emergencia climática, pero siguiendo también por el desarrollo, hoy por hoy incontrolado, de la inteligencia artificial.

Y es precisamente por eso que hoy, más que nunca, tenemos que apostar por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, rememorando aquel día luminoso y estelar de hace setenta y cinco años. Seguir trabajando por "el advenimiento de un mundo donde los seres humanos, liberados del temor y la miseria, puedan disfrutar de libertad de expresión y de creencia" y donde todo el mundo comparta que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos; están dotados de razón y de conciencia, y tienen que comportarse fraternalmente los unos con los otros".