Cuando éramos jóvenes y nos creíamos invencibles, los independentistas -al menos las modestas organizaciones que así se reclamaban-, se opusieron a los Juegos Olímpicos de Barcelona que promovió Pasqual Maragall, un homenot -en el que sentido que le daba a Josep Pla- que el paso del tiempo ha hecho crecer a pesar de un implacable deterioro cognitivo que ya hace años que lo tiene aparcado de toda actividad pública.

Había motivos, como ahora, para cuestionar aquel fausto en 1992. Pero hoy, visto con los años y poniendo en la balanza los pros y contras, quizás aquella feroz oposición a las Olimpiadas en la ciudad de Barcelona, en Catalunya, no fue la mejor estrategia posible del incipiente independentismo ante un acontecimiento que entusiasmó a la mayor parte del país y que posicionó Barcelona, la capital indiscutible del país, en todo el mundo. Ser siempre los del "no", los enfadados, los contrarios a proyectos que generaban adhesiones masivas, no era la mejor vía para seducir a nadie. Una lección de vida que si era válida ayer sería imperdonable no tener presente hoy.

El potencial transformador de unos Juegos Olímpicos, también si son de invierno, es innegable. La proyección internacional es incuestionable y el movimiento económico parece, a priori, una oportunidad para un territorio que no puede perder el tren de los nuevos tiempos. Un tren que, todo sea dicho de paso, literalmente, llega a Puigcerdà en penosas condiciones. Por no evocar una red de comunicaciones que provoca un notable aislamiento de una comarca a otra de limítrofe. La vitalidad del Pirineo es hoy un problema de país a resolver y afrontar.

Pero como resulta una cuestión controvertida y que hay opiniones para todo, unas Olimpiadas en el Pirineo tendrían que tener el visto bueno del territorio. Sin duda. Más discutible es la posición de la alcaldesa Colau, que reclama que los barceloneses se pronuncien porque las Olimpiadas de Invierno también llevarían el nombre de Barcelona. Como pretexto parece, como mínimo, un argumento pobre que, además, transmite un nulo sentido de país y de sentido del equilibrio territorial. Si los barceloneses se pronuncian es obvio que por su peso demográfico ya no tiene ningún sentido que lo hagan los de las comarcas del Pirineo, que todos juntos no suman ni la mitad de vecinos que un modesto distrito de Barcelona.

Las Olimpiadas, como fenómeno de masas faraónico, es discutible. Y precisamente este es un debate a tener sopesando pros y contras. Pero la voz determinante, en última instancia, tendría que ser la del territorio. Organizar un acontecimiento de estas características contra la opinión del territorio sería doloroso. Ahora bien, sería infinitamente peor no hacerlo porque los barceloneses, instados por su alcaldesa, decidieran qué se debe hacer o no en el Pirineo.