En algunas iglesias todavía ahora se reza al Santo Niño de La Guardia, canonizado por Roma, un niño muerto en manos de judíos, como presuntamente tantos otros, y venerado como santo por la Iglesia católica hasta 1965, cuando esta reconoció finalmente la falsedad de la leyenda, tan habitual durante la edad media. Durante cinco siglos se mantuvo el culto al Santo Niño, a pesar de la mentira exacrable, una invención pura y dura, que había tras el caso. En la ermita del Santo Niño de Toledo se sigue sacando el santo a la calle, acompañado del himno nacional. La procesión se repite cada año, a mayor gloria de no se sabe exactamente quién.

En aquella España de los Reyes Católicos vivió Torquemada, inquisidor mayor, responsable de velar por la pureza de la religión cristiana frente de la de judíos y moriscos, si bien la iglesia ya había ensayado campañas de limpieza contra cátaros y albigenses durante los siglos procedentes, ya que se los considerados herejes y un peligro para la unidad y la fe universal que proyectaba la Iglesia romana.

La sentencia hacía que un pobre hombre, Benito García, un judío converso al cristianismo, detenido por la Santa Inquisició, protagonizara un horrible crimen. Según la leyenda que se forjó a posterioridad y que sirvió para venerar y canonizar al Santo Niño de La Guardia de Toledo, un grupo de judíos, después de asistir a un acto de fe en Toledo, juraron vengarse de los inquisidores y lo hicieron víctima de un asesinato ritual. Los judíos, como era bien sabido, querían matar a todos los cristianos de la ciudad, por lo cual hicieron un conjuro y necesitaban el corazón de un cristiano inocente, un niño, y una hostia consagrada, que encontraron entre las pertenencias del pobre Benito. Dos de ellos secuestraron al niño y lo llevaron a La Guardia, donde el día del Viernes Santo reprodujeron en su cuerpo los martirios de la Pasión de Jesús.

No debe de ser casual que sea en los últimos reductos de Al-Àndalus, que no fueron cristianos hasta las postrimerías del siglo XV, donde en pleno siglo XXI tienen lugar las mayores manifestaciones de fervor religioso de toda España

La diligente Santa Inquisición hizo confesar al desdichado Benito (etimológicamente "el que es alabado por su bondad"). Con él ensayaron todo tipo de mecanismos de tortura, hasta que —claro está— delató a los compañeros compinchados. Los ocho acusados serían quemados en la hoguera en Ávila el 16 de noviembre de 1491, justo un año antes de la definitiva expulsión de moriscos y judíos que decretaron los Reyes Católicos en 1492. De hecho, este era el objetivo del escarnio: crear el clima político imprescindible para la drástica medida, echar a todos los herejes, purificar la sociedad. Cabe decir que con los bienes confiscados a aquellos desgraciados que fueron asesinados en plaza pública, se financió la construcción del monasterio de Santo Tomás de Ávila, acabado en agosto de 1493. La hostia consagrada que descubrió el supuesto crimen se ha conservado en el monasterio dominico de Santo Tomás.

El sanguinario Tomás de Torquemada fue nombrado inquisidor general en 1482 por Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. La única institución común de Aragón y Castilla durante mucho tiempo y su poder sobre ambos reinos contribuyó al asesinato del inquisidor Pedro Arbués en 1485 en Zaragoza, obviamente a manos de judíos y al asesinato ritual del Niño de La Guardia en 1491. Durante muchos años, la Inquisición fue la única institución común de Aragón y Castilla. El dominico Tomás de Torquemada veló por la unidad y la pureza de la santa fe católica, atrozmente, sobresaliendo en fanatismo y crueldad, renegando de aquella sangre judía que corría por sus venas y que parecía querer diluir a fuerza de hacer correr toda la sangre de los descendientes de aquellos antepasados que compartía con estos. Y lo hizo con tanta contundencia y ejemplaridad que durante su mandato fueron quemadas más de diez mil personas y otras veintisiete mil fueron salvajemente castigadas. No debe de ser casual que sea en los últimos reductos de Al-Ándalus, que no fueron cristianos hasta las postrimerías del siglo XV, donde en pleno siglo XXI tienen lugar las mayores manifestaciones de fervor religioso de toda España. En todos los procesos de conversión masiva encontramos el mismo fenómeno y a menudo es entre los últimos a llegar, de buena fe o interesadamente, donde se repiten los individuos que, habiendo cambiado de opinión, toman posiciones no solo a las antípodas de lo que habían pensado o practicado durante décadas, sino que a menudo ahora profesan opiniones extremas dentro del nuevo mundo que abrazan con tanta pasión que asfixian.