Va camino de hacer 83 años y, aunque a la máquina cuando no le falla un pistón es un muelle, el 11 por la mañana estaba en Lledoners, megáfono en mano. A su alrededor, unos cuantos amigos llegados de todas partes y los Free Junqueras. El último año ha participado en cerca de 200 actos, 200, tantos como tuits incendiarios ha hecho algún conseller de vacaciones en su segunda residencia.

En Lledoners, entre canción y canción del maestro Pep Picas, entre los vicentins entusiastas que desplegaban pancartas, entre niños que se escabullían arriba y abajo, entre cohetes que sobrevolaban la prisión y saludaban a los presos, Artur se relacionaba con todo el mundo, a la vez que se dirigía a su hijo y al resto de presos políticos para transmitirles, valiente y optimista, todo su afecto. Dentro quizás no escucharon el parlamento. Pero los cohetes seguro que sí.

La bondad y tenacidad de Artur tendría que ser un ejemplo por contraste con los que dejan su testimonio estampado, navaja en mano, ajustando las cuentas con los que compartieron la trinchera del 1 de octubre (con tanto o más compromiso), descargando toda su ira y frustración sobre los hombros más castigados de Lledoners.

En todo este último maratón de actos, Artur sólo ha tenido palabras de complicidad y apoyo hacia todas y todos los represaliados. Los únicos reproches, al enemigo: a una justicia ciega y vengativa, al Gobierno y a todas sus terminales mediáticas.

Artur se lleva las manos a la cabeza cuando oye a alguien que desprecia el diálogo y se golpea el pecho como un pavo. Pero sonríe y se dice que quieren parecer jóvenes. Aunque, algunos, con más canas que espalda. Como el diablo que sabe más por viejo que por diablo, intuye que en la adversidad y ante un adversario más fuerte y poderoso, vale más ser un lobo con piel de cordero que un cordero con piel de lobo.

Viene de una familia que encadena represaliados, de generación en generación. Republicanos. Su hijo ya era independentista cuando solo levantaba un palmo del suelo. En casa ya renegaban de la Constitución del 78 y de aquel régimen criminal que buscaba una salida airosa. Y hasta la fecha, sumando para avanzar, de cuando eran cuatro gatos y ya advertían que aquella Constitución era una prisión. Hasta ahora, por mucho que algunos conversos hayan llegado a codazos y aleccionando a diestro y siniestro.

Más cerca que nunca, pero al alcance de la mano. Lo que obliga a poner los pies en el suelo es la prisión. No hay ficción que la desvanezca ni la disfrace. En el exilio hay quien afronta la desdicha con tempanza y entereza y también quien pierde el norte. En la prisión no hay espejismos. La fortaleza de un movimiento es directamente proporcional a la capacidad de asumir las circunstancias, por dolorosas que sean, y la capacidad para sumar suficiente energía y complicidades para superarlas.