El ingreso al hospital del president Pujol este 1 de octubre, por una arritmia cardiaca, nos ha vuelto a recordar de su existencia. El destino ha hecho que fuera precisamente este día, en medio de la reivindicación de la efeméride que coge las formaciones independentistas en pleno desacuerdo, como evidencia la resolución forzada, en el Parlamento, por los llamados anticapitalistas sobre un nuevo referéndum.

Pujol, como tantos otros compatriotas, también participó hace cuatro años en aquella histórica jornada de 2017. Aquel 1 de octubre fue tan grande porque fueron muchos, más de 2 millones de personas. Y no fue mayor todavía porque no fueron más. Una hazaña colectiva aquel referéndum, ocurrido un acto de desobediencia masivo, impensable solo unos pocos años antes.

El destino ha querido que fuera precisamente un 1 de octubre, en plena catarsis, que el nonagenario president saliera a la palestra. Él, que prácticamente vive enclaustrado, sin hacer ruido, pasando de puntillas por la recta final de su vida. La alarma se disparó, de repente, por motivos de salud.

Pujol votó aquel mítico día acompañado de Marta Ferrussola y de su hijo, Oriol. Todos introdujeron una papeleta en la urna, al Col·legi Copèrnic de Barcelona.

Las crónicas afirman que votaron con una sonrisa en los labios. Y no hay que decir -por todo lo que el president ha expresado, con cuentagotas, desde entonces- que debieron de votar que Sí. Él, que no creía en la independencia, acabó militando, ni que fuera con escasa fe. Nadie más los acompañó a Copèrnic, nombre que homenajea en el canónigo y científico polaco que la Inquisición tenía en su punto de mira por su manía de afirmar que la tierra giraba en torno al sol. Copérnico, como el president Pujol, no había en absoluto dejado de ser católico ni por un instante, comulgaba como el primer día con sus convicciones personales aliñadas por el paso del tiempo y todos los avatares que lo han sacudido, sin piedad desde aquella fatídica confesión de julio de 2014. Cuando el árbol cae, proliferan las termitas.

Cuatro años más tarde de aquel 1 de octubre, el president Pujol, con 91 años, sigue en el ostracismo, si no lo ha acentuado, pendiente de un juicio por corrupción, al lado de sus hijos y su mujer. Ella ya no será juzgada, no está en condiciones y así lo ha entendido el tribunal. Y si se olvidan tampoco al mismo president, que tiene una edad y un estado de salud que empieza a hacer sufrir. Es difícil ignorar las sombras y aclarar qué pasó, quien se distrajo y quien dejó hacer. Pero, para ser justos, también lo tendría que ser poner en valor todo lo que representó.

Pujol retiene una memoria prodigiosa, puedo dar fe, aunque no deja de lamentarse de estar perdiéndola. ¡Quien pudiera decir lo mismo! Pero aquello realmente duro, obviamente, es pasar de haber sido un referente para buena parte del país a un paria o, en el mejor los casos, una figura que nadie osa reivindicar con plenitud una vez caído de su puesto. Tanto es así que los primeros en repudiarlo fueron muchos de los suyos, que vivieron y crecieron al abrigo de su president, que le deben tanto que se lo deben todo. Poco elegante como mínimo.

El país necesita hacer catarsis, reconciliarse con el pasado, juzgar serenamente y saber perdonar y no olvidar -a pesar de los pesares

La arritmia del president nos ha recordado, como una visión prematura, que desdichadamente un día se morirá. Ley de vida.

Esta vez solo ha sido un susto, un aviso. El corazón, cuando avisa, golpea. A menudo, y más a determinadas edades, por última vez.

Me pregunto si es justo para el president Pujol un final tan sombrío. Decir adiós a escondidas, vejado, repudiado.

Antes de la confesión de la repisa andorrana habría imaginado para él -yo que no he sido nunca ni remotamente pujolista, menos todavía cuando todo el monte era orégano a su alrededor- un despido multitudinario. Muy sentido. No sé si como el que tuvieron personajes tan extraordinarios como mosén Cinto, el doctor Robert, Salvador Seguí 'el Noi del Sucre' o l'avi Macià, entre muchos otros. Más allá del catalanismo, los restos fúnebres del anarquista catalanoleonés Durruti fueron recibidos en Barcelona como las de un apóstol laico. El país era y es así. Martí Barrera, era de la CNT, y el 6 de octubre de 1934 llegó a casa y puso a manos de su hijo Heribert, de 17 años, un fusil para defender el Estat Català proclamado por Companys. Lástima que el Ayuntamiento de Colau, que tampoco entiende la complejidad y vive de apriorismos, le retiró la Medalla de Oro de la Ciudad a propuesta de Manuel Valls.

El país, hasta el triunfo del franquismo, tenía por costumbre brindar despidos masivos -en buena medida, transversales- a todos sus grandes personajes. Y aquellas ceremonias tenían un carácter balsámico y cohesionador. Y no será que Durruti no tuviera algunas sombras más allá del mito y la célebre Columna que llevaba su nombre. Como la de Companys (y Macià) que, como Durruti, tuvo una en vida.

El país necesita hacer catarsis, reconciliarse con el pasado, juzgar serenamente y saber perdonar y no olvidar, a pesar de los pesares. No obstante, Pujol fue president de Catalunya durante casi 25 años. El reconocimiento no tiene que tergiversar las sombras. Pero tampoco las luces. La mutación que ha experimentado parte del espacio que lideró -necesidades de soltar lastre y crear bancos malos- tampoco ayuda a serenar los ánimos y valorar ponderadamente su larga trayectoria. El adiós no tendría que ser una beatificación, tampoco un escarnio.

No sé si la historia lo absolverá. O hasta qué punto lo hará o pondrá las cosas en su sitio. Pero me aventuraría a decir que lo tratará con más ecuanimidad -cuando menos, con menos severidad- que la que ha vivido en los últimos años.