El jueves pasado se cumplieron 5 años de la declaración de independencia de 8 segundos. Del 1-O se tiene que estar bien orgulloso; del 27-O, no mucho. Se demostró que se iba de farol y/o que el 1-O era para forzar al Estado a negociar y/o que todo fue por 155 monedas. No hacen mucha falta más comentarios al respeto, pero sí un somero repaso a cómo estamos hoy y cómo estábamos —o, mejor, ¿éramos?— hace cinco años.

Del independentismo del 1-O quedan unas fuerzas políticas desmenuzadas en dos —no en tres, porque una, la más pequeña, como juega siempre a la contra, no cuenta por impredecible—. Una de ellas, hoy por hoy, ligeramente mayoritaria, cree en la independencia, pero, hoy día, no para un futuro inmediato. En todo caso, descarta el unilateralismo. El otro sector, algo más pequeño, es igualmente independentista. Ahora bien, cree que la independencia está a la vuelta de la esquina y que no hace falta más que rematar el trabajo de hace 5 años. No dice, sin embargo, cómo.

El eje nacional se tambalea y se juega su hegemonía. Veremos el próximo ciclo electoral, municipal y estatal, si antes no hay nacionales, cómo funciona. El eje izquierda-derecha también está debilitado. Las derechas españolistas son una caricatura, la nacional no quiere que la llamen derecha y el espacio del centroderecha catalán está en plena reconstitución por unos no sucesores. Una confusión típicamente catalana, digamos. El eje de la izquierda también está apisonado, tanto por la dependencia de algunas de las formaciones, de rancio sucursalismo, como por la dificultad de todas las izquierdas, las nacionales y las estatales, para llegar a acuerdos de izquierdas, más en Barcelona que en Madrid, porque en Barcelona se juega también la hegemonía de la izquierda.

Todo eso arreglado por una Mesa de Diálogo, que dialoga, pero no avanza. Más de un año desde unos indultos alicortos, más bien tacaños, al mantener la exclusión entre un lustro y una década de la política, de la docencia y del servicio público de los condenados indultados, y continúa el maltrato financiero o en materia de infraestructuras a todos los catalanes —independentistas, españolistas y mediopensionistas—, y no solo no ha disminuido la represión —la Fiscalía del TSJC en el caso de la Mesa de Parlament lo dejó bien claro al inicio del juicio oral—, sino que, vía espionajes de todo tipo e informes policíacos novelescamente estrafalarios, se perpetúa ante la pasividad, consentimiento o incentivación del Gobierno.

Dos lecciones se han tenido que aprender; si no, mal. Una: no vale caer una vez más en la trampa de otro defectuoso análisis de la situación. En efecto, el Estado español, democráticamente ambivalente, no es débil ni mucho menos. No es un Estado fallido; es un Estado que, guste o no, en un segundo nivel, cuenta, y últimamente, casi juega en primera división. Los dirigentes políticos de 2017, todos sin excepción, tienen que hacer un examen de conciencia público y sacar conclusiones. Sin un diagnóstico de la realidad no hay ningún tipo de solución.

La segunda, dejar de apelar a la ciudadanía. Esta delega, dado que estamos en un sistema de democracia representativa de cuño liberal, la toma de decisiones en las instituciones. En consecuencia, no puede ser apelada para salir a la calle, por pacífico que sea —ejemplarmente pacífico se debe añadir—, y para tomar decisiones por los líderes que dicen representarla, ya que han salido de elecciones. Basta de delegar en aquellos a quienes no se les puede exigir que den la cara por los que rompen carnés y se dedican a la retórica. La crítica tiene que ser tan general como profunda el aplauso y agradecimiento a la ciudadanía, tanto la independentista como la que no lo es, cosa que demasiado a menudo se olvida.

Es hora de reanalizar la situación, dejarse de cuentos de hadas y actuar en consecuencia. Este es el reto para llevar adelante Catalunya, es decir, hacia la libertad.