Me encontré a Magda Oranich en la presentación del último libro de Clàudia Pujol. La abogada y activista me preguntó si escribiría un artículo dedicado a los 50 años de la ejecución de Salvador Puig Antich y le contesté que no lo sabía. Aunque el asesinato de Salvador ha estado presente en mi vida desde aquel 2 de marzo de 1974 —las familias politizadas tienen estas cosas—, había mantenido viva su memoria gracias a una de las más conmovedoras películas del cine español dirigida por el gran Manel Huerga, y por el libro Salvador Puig Antich, cas obert, escrito por Jordi Panyella, un periodista de raza. Pero hablar de Salvador me daba mucho respeto, tanto por el condenado como por Merçona, Imma, Carme y Montse, las hermanas que han transitado por la segunda vida de Salvador tratando de llevar a sus verdugos ante los tribunales de la memoria.

Hace unos meses, tuve la oportunidad de hacer una visita a la Modelo. Ernest Folch me había hecho la propuesta de hacer la rueda de prensa para presentar el libro inédito de mi padre, Los papeles de Admunsen, y me pareció bien volver a uno de los lugares más despreciables de Barcelona, ahora reconvertido en un espacio de memoria y cultura. Mi padre y mi madre habían sido encarcelados ahí a principios de los sesenta, pero yo soy más de la generación que veía a Josep Maria Xirinacs sentado en las puertas de la prisión para pedir la amnistía de los presos políticos. Xirinacs estuvo 12 horas diarias, desde el 25 de diciembre de 1975 hasta la aprobación de la ley, el 15 de octubre de 1977. Y, por supuesto, soy de la generación que había hecho de Salvador Puig Antich un mito. La vida tiene estas crueldades.

Y paseando por las celdas de la Modelo, entramos en la sala de correos donde había sido ejecutado Salvador con uno de los métodos más terribles, Spain is different, que han inventado los países que llevan la venganza en su ADN. En el centro de la sala, unos recuadros señalan el lugar donde estaba instalado el garrote vil que le rompió el cuello y la posibilidad de construir futuras nostalgias. Dicen que Salvador estaba más tranquilo que sus asesinos y, eso sí que lo pude comprobar, más tranquilo que yo y mis compañeros de visita cultural. Tan cerca de la ventana, tan lejos de la libertad, tan cerca de la muerte. Y me vino el recuerdo, como una chispa envenenada, el momento en que el enfermero nos pidió el permiso para desconectar a nuestro hijo de la máquina que lo mantenía vivo. Una putada, como dijo Salvador cuando vio que se le aplicaría la pena capital. Mi hijo tuvo una muerte más dulce y le pude dar la mano, pero nunca me he quitado de la cabeza mi papel de verdugo.

50 años son una cifra redonda para recordar que la ley de amnistía sirvió para acabar convirtiendo en mártires a los verdugos en nombre de la reconciliación

El caso Puig Antich todavía abre heridas y viejas luchas ideológicas. Durante un Sant Jordi, me encontré a Pepe Ribas, el fundador de la mítica revista Ajoblanco y miembro de la tropa de nostálgicos que lloran y lloran por la Barcelona de los setenta. Pepe acababa de publicar su primer volumen de memorias, un libro en el que mi padre era uno de los que pagaba los platos rotos. No me molestó, porque sabía de qué pie calzaba Ribas, un verdadero esteta ideológico que en la juventud había militado en el anarquismo como respuesta a una familia reaccionariamente franquista, y en la madurez, se había hecho querer por la derecha formada por los demócratas de toda la vida. Y una de las recriminaciones que me hizo cuando le dije que se había puesto las botas con mi padre, fue el papel que tuvo Manolo y el PSUC con Puig Antich. Él lo recordaba así, pero mirando a Pepe pensé: "Qué cojones tiene este tío". Unos cojones como los otros anarquistas de casa buena que se abrazaron al PP cuando la memoria histórica empezó a sacar la roña a ciertos apellidos implicados en las corruptelas del franquismo. Viendo la evolución política de algunos de aquellos libertarios que se apropiaron de la memoria de Puig Antich, estoy seguro de que Salvador también exclamaría: ¡qué cojones!

Con Jordi Panyella nos conocemos desde la EGB. Compartimos aula en la escuela Nabí, y desde entonces mantenemos una amistad que es como el Guadiana. Y en uno de estos encuentros, me enseñó el portal donde se produjeron los hechos que acabaron con la detención de Puig Antich: calle Girona esquina con Consell de Cent. Y acercando la nariz al cristal del portal de entrada, me mostró el agujero de la escalera de mármol donde todavía hay incrustada una bala. Se tiene que leer el libro del Panyella para saber más sobre la vida de Salvador, su militancia en MIL y el oscuro consejo de guerra en el que se le condenó a muerte por el supuesto homicidio del subinspector de policía Francisco Anguas Barragán.

Estos días, donde tocan campanadas de muerte por un asesinato cometido por el terrorismo de estado, sirven para recuperar la memoria histórica "de un tiempo, de un país", como diría Raimon, que ha quedado escondida por una democracia que ha tratado de disimular los trapos sucios. 50 años son una cifra redonda para recordar que la ley de amnistía sirvió para acabar convirtiendo en mártires a los verdugos en nombre de la reconciliación. El asesinato de Salvador tiene la misma profundidad moral que las tumbas de los 114.000 republicanos enterrados en las fosas comunes cavadas en la larga noche de la dictadura franquista y que no pueden ver la luz con la excusa de la supuesta reconciliación nacional.