Durante años se repitió que el auge de la extrema derecha en España y en Catalunya era una moda pasajera —de hecho, algunos aún lo creen—, un síntoma menor de la fatiga democrática o una reacción puntual frente a la polarización. Sin embargo, los hechos muestran otra realidad: la extrema derecha no solo ha llegado para quedarse, sino que se ha convertido en un actor estructural del sistema político. Lo más inquietante es que muchos de quienes la alimentan y la apoyan no se reconocen como tales. Nadie se autodefine como de extrema derecha y, sin embargo, sus ideas, sus mensajes y su estética se han infiltrado con una naturalidad alarmante en amplios sectores sociales, especialmente entre las clases menos favorecidas y entre los jóvenes. La paradoja —y lo verdaderamente preocupante— es que muchos de los que votan y votarán a estos partidos no asumen estar apoyando un proyecto extremista: lo hacen como un gesto de protesta, como un voto emocional y resentido frente a un sistema que sienten que los ha abandonado.

Ese es, en el fondo, el gran triunfo de la extrema derecha: haber convertido el resentimiento en identidad política. No ofrece soluciones reales, sino la sensación de pertenecer a algo; no brinda un programa consistente, sino una comunidad emocional. Sus mensajes son sencillos, claros y rotundos, precisamente porque evitan la fricción con la realidad. Se instalan fácilmente porque apelan al malestar cotidiano, porque suenan cercanos, porque parecen evidentes. Dicen lo que muchos piensan —o creen pensar—, pero no se atreven a verbalizar. Sin embargo, detrás de esa aparente claridad no hay plan, ni estructura, ni soluciones; hay consignas diseñadas para vender, no para gobernar. La metáfora es conocida y certera: prometen conducir mejor el coche de lo público, pero desconocen cómo funciona el motor y cuáles son las reglas del tráfico. No necesitan saberlo porque su objetivo no es conducir, sino mantener el ruido del motor del descontento al máximo.

La versión española y la catalana comparten un mismo ADN, aunque agiten banderas distintas. Una apela a la unidad nacional, la otra a la independencia; una sitúa el enemigo en “los de fuera”, la otra en “Madrid” o en “Bruselas”. Son, en esencia, dos caras de la misma moneda: ambas beben de la frustración, ambas señalan culpables externos, ambas sustituyen la deliberación por el espectáculo. La simplificación de la realidad resulta devastadoramente eficaz en sociedades cansadas, donde los matices se perciben como debilidad y la complejidad como coartada. Sus líderes no ofrecen reflexión, sino impulso; no política, sino performance. No pretenden transformar el sistema: se benefician del desencanto de quienes ya han dejado de creer en él.

Este magnetismo del mensaje simple es particularmente eficaz entre los jóvenes. Hay razones estructurales y pedagógicas. Primero, una brecha de formación cívica: la escuela y la universidad han compensado mal décadas de erosión del conocimiento histórico, institucional y económico. Muchos jóvenes acceden a la esfera pública sin herramientas para distinguir un eslogan de una política pública, la anécdota de la tendencia, la causa del síntoma. Segundo, la arquitectura de las plataformas digitales —brevedad, inmediatez, recompensa constante— privilegia el contenido emocional frente al analítico. El algoritmo certifica una pedagogía de la impaciencia: cuanto más simple e indignante, mayor circulación. Tercero, la retórica de la extrema derecha es juvenil en su forma, si no infantil en su lógica: promete control total, soluciones instantáneas y culpables nítidos. Es un mensaje que “hace sentido” sin tener asidero práctico, porque encaja con los sesgos cognitivos más primarios —la ilusión de explicaciones sencillas, el sesgo de confirmación, la aversión a la ambigüedad. En un ecosistema así, el “parece verdad” desplaza al “es verdadero”.

Ahora bien, el auge de la extrema derecha no se comprende sin señalar las responsabilidades de quienes debían contenerla. Los demócratas y, en particular, la izquierda —muy especialmente la izquierda institucional bajo el liderazgo de Pedro Sánchez— han sido sus mejores aliados involuntarios. La llamada “guerra cultural” de la izquierda desplazó el debate desde lo material a lo simbólico: del empleo y la vivienda al lenguaje, de la desigualdad a los relatos identitarios, de las políticas públicas a la corrección terminológica. En su intento de representar a todos los colectivos, terminó por no representar con claridad a nadie. Mientras las elites progresistas discutían pronombres o cuotas, millones de ciudadanos seguían sin poder pagar el alquiler, educar a sus hijos o llenar la nevera. La distancia entre agenda y vida real abrió un vacío que la extrema derecha llenó con habilidad: donde la izquierda ofrecía abstracción, ellos ofrecieron certeza; donde la izquierda pedía paciencia, ellos prometieron inmediatez —aunque fuera imposible.

Pedro Sánchez ha contribuido decisivamente a esa deriva, menos por ideología —que es fluctuante— que por su modo de concebir el poder. Su proyecto ha sido eminentemente personalista, basado en la supervivencia política más que en una convicción doctrinal. La política se convirtió en relato, la gestión en marketing, el liderazgo en táctica. En ese juego, la coherencia se sacrifica al cálculo y la izquierda termina pareciendo un espectáculo de oportunismos sucesivos. Cada pacto contradictorio, cada rectificación, cada giro inesperado alimenta la idea de que todo —incluso los principios— es intercambiable. Cuando se instala esa percepción, una parte del electorado busca refugio en discursos que se presentan como firmes, aunque sean falsos. La desafección hacia las instituciones que la izquierda prometió regenerar se convirtió así en terreno fértil para la extrema derecha: mientras el sanchismo celebraba la resistencia como virtud, el país se llenaba de ciudadanos que ya no resistían, sino que sencillamente sobrevivían. En Catalunya, con dinámicas propias, el mismo patrón emocional se reprodujo.

La gente no vota extrema derecha porque crea en la factibilidad de su proyecto, sino porque ha dejado de creer en los demás

La apropiación semántica de valores antaño vinculados a la izquierda, completa el cuadro. La extrema derecha se ha envuelto en la autenticidad, la rebeldía y la defensa del “pueblo” frente a las elites; lo ha hecho vaciando esos conceptos de contenido y llenándolos de resentimiento. Donde antes se hablaba de justicia social, hoy se invoca orgullo; donde antes se pedía igualdad, hoy se reclama identidad. Es un desplazamiento emocional del “nosotros” solidario al “nosotros” excluyente. Y ha sido posible porque la izquierda, ensimismada en moralismos estéticos, dejó de ofrecer comunidad: más sermón que proyecto, más gesto que estructura, más liturgia que política.

Las redes sociales han amplificado la pendiente. Convirtieron el debate público en un mercado de gritos donde gana quien provoca, no quien argumenta. El algoritmo premia la indignación; la extrema derecha la convirtió en su lengua franca. Sus líderes no necesitan equipos técnicos ni programas viables: les basta con una consigna viral y una puesta en escena eficaz. Mientras la izquierda intenta explicar la complejidad del mundo, ellos la reducen a una frase. En el tiempo que tarda un usuario en deslizar el dedo, esa frase gana la batalla emocional. La política se juega hoy más en el terreno de las percepciones que en el de las ideas, y quien maneja las percepciones, gobierna —aunque no gobierne.

Conviene subrayar, además, el fenómeno de la “negación identitaria”: muchos votantes de extrema derecha no se reconocen como tales; se definen como “gente normal harta”, “progresistas desencantados” o “patriotas”. Ese despegue entre autopercepción y adscripción real facilita la expansión del extremismo sin estigmas. La estética de la “normalidad” —el líder cercano, el lenguaje coloquial, la promesa de sentido común— camufla el contenido iliberal. Esta “invisibilización” ideológica explica por qué la extrema derecha logra penetrar en entornos juveniles: ofrece pertenencia sin coste reputacional inmediato, identidad sin esfuerzo de comprensión, épica sin programa.

El auge de la extrema derecha española y catalana es, en última instancia, la consecuencia lógica de una descomposición política y moral más amplia. Es el reflejo de una sociedad frustrada, de una izquierda desconectada y de un poder que ha perdido legitimidad emocional. La gente no vota extrema derecha porque crea en la factibilidad de su proyecto, sino porque ha dejado de creer en los demás. Es una adhesión por resentimiento, no por convicción; un voto que castiga antes de construir. Mientras ese resentimiento carezca de respuesta, mientras las instituciones y los demócratas no ofrezcan esperanza tangible ni los partidos un horizonte claramente inteligible, la extrema derecha seguirá creciendo y, especialmente, en Catalunya, donde la respuesta no ha de darla la izquierda sino el independentismo como motor democrático.

La salida no pasa por competir en simplificaciones ni por replicar el histrionismo del adversario. Exige reconstruir un proyecto que devuelva centralidad a lo material —empleo digno, vivienda asequible, servicios públicos robustos y, en Catalunya, independencia— y que vuelva a enseñar ciudadanía —historia, instituciones, economía política— para desactivar el encanto de lo simple e impracticable. Requiere también liderazgos capaces de decir la verdad incómoda: que los problemas complejos no caben en un eslogan, que la política no es magia y que el Estado de derecho impone límites precisamente para proteger a los de siempre. Antes de hablar de inclusión hay que asegurar dignidad; antes de exigir conciencia, ofrecer justicia; antes de educar, escuchar.

Si no se asume esa tarea —si no se abandona la comodidad del gesto para volver al riesgo del proyecto—, la izquierda, y también el independentismo, seguirán siendo los principales socios involuntarios del populismo autoritario, sea español o catalán. Porque la extrema derecha no gana por su fuerza, sino por el vacío que deja quien renuncia a representar aquello que un día prometió defender. La democracia, en definitiva, no se preserva solo con instituciones, sino con una pedagogía cívica que enseñe a pensar y no solo a reaccionar. Y si permitimos que la infancia política —la fascinación por las soluciones mágicas— sustituya a la madurez democrática, el ruido del motor del resentimiento seguirá seduciendo… aunque nadie sepa, llegado el caso, cómo conducir.