No es un titular que busque generar alarmismo más de lo que ya tenemos. Es el día a día de una ciudad que va hacia el colapso de las políticas en seguridad: 67.276 hurtos entre los meses de enero y junio en la ciudad de Barcelona, una media de unos 370 por día, lo que supone un incremento del 9% respecto del 2018. 7.423 robos con violencia y/o intimidación durante los 6 primeros meses del año, una media de unos 40 al día, un incremento del 31% con respecto al mismo periodo del año anterior. Y las cifras continúan. ¿Qué está pasando?

El abandono de las políticas en seguridad en Barcelona durante los últimos 4 años son la respuesta. La inseguridad ciudadana, la nueva realidad en los barrios de la ciudad. Andar por las calles de Barcelona no es seguro. La impunidad convive con unos índices de insalubridad desmesurados. Conceptos como hurtos, tirones, butrones, agresiones de todo tipo, machetes, hachas y disparos a plena luz del día ya forman parte de la vida diaria.

Según el último barómetro municipal ―junio de 2019―, el 27,4% de los barceloneses valoran la inseguridad como el problema más grave, la cifra más alta de la historia. Por ejemplo, el acceso a la vivienda se sitúa en un 14%. Juzguen ustedes mismos.

Pueden pensar que el problema lo ha generado la falta de efectivos de Mossos d'Esquadra o Guardia Urbana. En parte, no les falta razón, pero no es el motivo principal. No entender que Barcelona incrementa de manera constante el número de habitantes ―ya ha llegado a los 1,7 millones y con previsión de tener 2 millones el año 2030―, que Barcelona se ha convertido en ciudad de referencia en el mundo y girarle la espalda es no entender que esta nueva realidad tiene que ir acompañada de una planificación esmerada de cómo garantizar la convivencia, la protección de los ciudadanos y el libre desarrollo de las libertades públicas. El resultado de 4 años de políticas de seguridad invisibles ha generado el estrés y la fatiga del sistema de seguridad pública, la regresión y el declive, el aumento de la impunidad de los malhechores que se sienten seguros viviendo al margen de la ley. Barcelona se ha convertido en una ciudad donde los delincuentes miran por encima del hombro y los ciudadanos bajan la cabeza.

Barcelona no se arreglará poniendo más efectivos policiales en la calle y tampoco dando las culpas a las leyes, jueces o fiscales

El aumento de la inseguridad en Barcelona es el resultado del planteamiento erróneo del diseño del modelo de ciudad. El fracaso de las políticas de Ada Colau es atronador: casi se ha duplicado el número de sintecho; el número de manteros que acampan libremente en las principales arterias de la ciudad ha subido exponencialmente; el aumento del precio de la vivienda y la especulación crece desmesuradamente y los colegas de la alcaldesa de la PAH ocupan los bajos de su consistorio para reclamar 600 viviendas. Y la guinda del pastel, las superislas.

En el nuevo cartapacio de la renovada alcaldesa las superislas quieren tener continuidad. Después de la prueba experimental en el barrio Poble Nou ―ya recuerdan el caos que comportó―, ahora los afortunados son los vecinos del entorno del mercado de Sant Antoni. Un proyecto con el objetivo de reducir al mínimo la circulación de los coches y ganar espacio para los vecinos y que, sólo 3 semanas después de ponerse en marcha, nadie entiende el resultado. Las críticas de vecinos y comerciantes son evidentes, no sólo por la reestructuración del espacio sino por lo que eso ha generado.

La radiografía de la parte baja de la izquierda del Eixample, la que queda delimitada por las calles Tamarit y ronda Sant Pau, es el intento fallido de simbiosis entre la convivencia y el tráfico. Los tramos del calles Parlament, Marqués de Campo Sagrado  y Aldana presentan una imagen difícil de describir. Lo intento.

En primer lugar, la reforma ha provocado la eliminación de los aparcamientos de las zonas verde y azul, ahora sustituidos por triángulos multidireccionales pintados en el suelo, de varios colores, sin ningún tipo de sentido y que despistan a todo el mundo. El eje natural para el paso de vehículos acortado por delimitadores discontinuos tales como jardineras, bancos de madera en forma de gradería, bolas de hormigón gigantes, mesas, sillas... todo con el intento de crear un espacio protegido para el ciudadano y zona de juego para los pequeños. Teorizar es muy sencillo. Dibujar la ciudad idílica sobre papel inmaculado de color blanco nuclear, también. Sobre el asfalto la realidad es otra, hasta ahora, de lo más nefasto que he visto.

Sólo 1 mes después de lo que se ha entendido como el final de la obra ―nadie lo ha inaugurado―, el caos, la suciedad, la insalubridad, la descoordinación entre peatones, señales, bicicletas, patinetes, camiones... es una obviedad. Los espacios tales como los bancos, graderías o sillas, ocupadas, permanentemente, por personas que han encontrado el espacio ideal para hacer vida, para pasar el día y la noche. Las nuevas jardineras ya están llenas de basura. Evidentemente, las plantas se secan. Los vehículos aparcan donde quieren avalados por la falta de señales que les prohíben hacer algo. Camiones aparcados encima de las zonas de juego para pequeños, patinetes que cruzan en sentido contrario, peatones que no saben si cruzar porque los semáforos han quedado apagados... y de repente se hace oscuro. Por la noche la cosa aumenta. Fiestas improvisadas con el uso del nuevo mobiliario como sala de fiestas mientras un turista corre, grita y persigue al ladrón que le ha cogido el teléfono móvil de la mano. La fiesta continúa y los primeros en comprobarlo son los vecinos. Los que se levantan temprano para pasear el perro comprueban los efectos de la noche, mientras los últimos orinan entre contenedores. Jeringas consumidas junto a los árboles de delante de un jardín de infancia y un exhibicionista bebido que persuade a todo aquel de que pasa. Suciedad, suciedad y más suciedad por todas partes. La impotencia de ver como la nueva orografía del "Plan Colau" sólo hace que degradar la ciudad.

La milimétrica cuadrícula del Plan Cerdà quiere ser desdibujada por el Plan Colau de superislas.

La impunidad vence a la vida del vecino del barrio, quien tiene que aguantar, por ejemplo, las amenazas de los que ahora ocupan el antiguo solar de lo que fue el antiguo teatro Talia, entre las confluencias de la calle del Comte Borrell y la avenida del Paral·lel. Un solar vacío desde el año 1987 y que ahora se ha convertido en una nueva promoción de casetas de madera donde viven pequeños clanes de carteristas y demás gente que malvive.

Los propietarios de bares, restaurantes, comercios o quioscos manifiestan que da la sensación de volver a vivir en la época de la Barcelona preolímpica. Barcelona no se arreglará poniendo más efectivos policiales en la calle y tampoco dando las culpas a las leyes, jueces o fiscales. La Ciudad Condal requiere de responsabilidad y de un modelo de ciudad eficiente, equilibrado y con perspectivas de futuro, resultado de escuchar a todos los actores implicados, no de hacer más pruebas cool-friendly-chupi-guay. Menos inventos y más pragmatismo.