En marzo del 2015 era inimaginable la drástica transformación que, en pocos años, se produciría en el caso BPA.

Inicialmente, las manifestaciones y las filtraciones promovidas desde el mundo de la política, las finanzas, las fiscalías y los cuerpos policiales criminalizando el banco, sus clientes y sus trabajadores generaron un extraordinario ruido mediático que no daba opción a defender la gestión de BPA. La sentencia social y mediática ya estaba dictada y el encarcelamiento del consejero durante cerca de dos años confería todavía más culpabilidad. Nunca nadie apeló a la presunción de inocencia. Todo iba según el guion previsto.

La presión mediática no se debilitó durante años. Esta persistencia en culpabilizar BPA y su entorno solo se entiende por la necesidad de las cloacas de borrar cualquier rastro de sus infamias.

Con el tiempo han aflorado indiscutibles evidencias de que BPA ha sido víctima de amenazas, complots y engaños a los americanos. Todas las causas abiertas contra BPA y sus trabajadores y administradores han quedado archivadas en España, incluido el expediente sancionador del SEPBLAC.

La vista oral del caso BPA se está convirtiendo en la más larga nunca llevada a cabo en democracias occidentales, se inició en enero de 2018 y va camino del sexto año

En España, la percepción hacia BPA y Banco Madrid hace mucho tiempo que ha efectuado un giro copernicano. Así, la Operación Catalunya y el descubrimiento de la trama de la policía patriótica han llevado la opinión política, mediática y social a exigir responsabilidades a los autores de los crímenes, lo cual ha desembocado en la creación de la Comisión de Investigación del Congreso de Diputados, donde las amenazas a BPA son un punto clave para averiguar lo que pasó. Mi hermano Higini está convocado a participar como testigo. Joan Pau Miquel y yo mismo también estamos propuestos por algunos de los grupos parlamentarios.

Estos hechos contrastan con la situación judicial en Andorra, donde se está celebrando el juicio de la causa general BPA. Sorprende mucho que el tribunal que juzga el caso no ve vínculos con la policía patriótica ni con las cloacas ni con las sórdidas maniobras políticas.

Sorprende todavía más que la vista oral del caso BPA se está convirtiendo en la más larga nunca llevada a cabo en democracias occidentales. Se inició en enero de 2018 y va camino del sexto año. Es cierto que la pandemia afectó durante un tiempo a las sesiones, no obstante, seguiría ostentando el penoso récord de duración.

Son poco numerosos los juicios muy largos de los que se tiene constancia, aunque todos ellos han sido ampliamente cubiertos por los medios. Los más significativos, por la notoriedad que tuvieron y por su duración, han sido: el juicio de Núremberg a los líderes nazis de la Segunda Guerra Mundial que duró once meses. El de Adolf Eichmann, cuatro meses. El de la banda Baader-Meinhof, 11 meses. El caso Enron, uno de los mayores escándalos financieros de la historia de los Estados Unidos, 6 meses. El de Slobodan Milosevic por crímenes de guerra y genocidio, 4 años. El de los Jemeres rojos, 34 meses. El del genocida de los diamantes de sangre, Charles Taylor, 6 años. El del procés, 8 meses. El del atentado en el Bataclan, 10 meses.

En la causa 81, que es como se llama el caso BPA, hace seis años que 24 personas —presuntamente inocentes, no lo olvidemos— soportan interminables interrogatorios y monólogos que les privan de avanzar en su vida personal. En la inmensa mayoría de los casos les impide trabajar para hacer frente a los necesarios gastos legales, familiares y personales. El impacto psicológico y emocional es irreparable. Seis años en esta situación es una tortura pública consciente y premeditada.

Ante las innumerables evidencias de que BPA fue víctima de las cloacas, de la policía patriótica, de las amenazas, de los engaños a los americanos y de la irresponsabilidad de los políticos, la respuesta del sistema es alcanzar el récord del mundo de duración de un juicio. Injusto.