“El pasado que no pasa” es una expresión utilizada por el historiador italiano Benedetto Croce. Significa que el pasado nunca muere, ni siquiera en el presente. Siempre está ahí, porque forma parte de la estructura de todas las sociedades. No hay pueblos sin historia. En todo caso, hay pueblos a los que se les niega la historia. Así pues, según Croce, la historia deja de ser una simple explicación de los hechos pasados para convertirse en historia contemporánea, en historia de lo que ocurre hoy en día con raíces en el pasado. Como escribió hace unos días David Carabén, hablando de Messi, cuanto más avanzamos hacia el futuro, mejor perspectiva adquirimos del pasado, y los trucos del pasado ya no se olvidan: se echan de menos. Los buenos políticos deberían tener presente esto. Winston Churchill lo sabía. John F. Kennedy, también. Ambos eran políticos cultos, que leían mientras gobernaban, algo que no es muy habitual entre el personal político actual. Ellos eran estadistas, la mayoría de los políticos, en cambio, son solo, con suerte, administradores. Que un político se proponga “pasar página” del pasado reciente, aunque haya sido convulso y conflictivo —como lo son todos los procesos históricos, por cierto—, simplemente demuestra que no sabe cómo resolver la complejidad. Los ciudadanos únicamente respetan a los políticos que son sinceros. Aunque él era un cínico, tenía razón Nikita Jrushchov, cuando a mediados de los años cincuenta observaba que los políticos que prometen construir un puente, incluso en un lugar donde no hay ningún río, son iguales en todas partes.

El trabajo de un político es tomar decisiones, correr riesgos, buscar soluciones, desatascar problemas, incluso abrir caminos, aunque resulten polémicos, inciertos y controvertidos. La política traduce en forma de leyes y normas los ideales que cada uno defiende. Quien niega esto, quien se esconde tras los tribunales para impedir la libre expresión de la voluntad popular, es, antes que nada, un cobarde, un político mediocre que solo puede ser considerado el mayordomo que se dedica a mantener el orden en una casa en total decadencia. Como es más que evidente en todos los conflictos que ha habido —y hay— en el mundo, si se decide taparlos por incapacidad política de darles respuesta, tarde o temprano el conflicto volverá a abrirse. En política, los conflictos son tan difíciles de contener como las tormentas del Maresme. Ahora que hablamos de él constantemente, el conflicto entre Israel y Palestina es una tumba abierta porque ningún político ha sabido encontrarle la solución. Antes era culpa de Arafat y los estados árabes, hoy en día es Netanyahu y el extremismo religioso, hebreo y musulmán, quien lo impide. Kennedy reconoció que se había equivocado al asumir el plan del presidente Eisenhower, su predecesor, para derrocar a Fidel Castro. La invasión de Bahía de Cochinos de 1961 fue un fracaso y desde entonces el castrismo vive en Cuba, a pesar de la desaparición de los dos hermanos dictadores. Los errores se pagan. Y a veces se pagan muy caros.

Que un político se proponga “pasar página” del pasado reciente, aunque haya sido convulso y conflictivo, demuestra que no sabe cómo resolver la complejidad

Estamos en las puertas de una campaña electoral que tendrá como centro del debate a Carles Puigdemont y la lucha por la independencia de Cataluña. Es un problema real, tan real y conflictivo como lo es que el bienestar de los ciudadanos de Cataluña se tambalea por un expolio fiscal de grandes magnitudes y por la nefasta gestión de Esquerra del presupuesto restante. El bienestar depende de la capacidad de inversión del erario público. Los que quieren pasar la página de la década de lucha por la independencia se dividen entre dos sectores. Unos quieren pactar con el PSOE un nuevo sistema de financiación (Esquerra). Los otros se oponen a un sistema de financiación singular para Cataluña (PSC y PP). Los segundos son peores que los primeros, pero ninguna de las dos actitudes resuelve el problema. Vuelve el “pasado que no pasa”, porque los unos (Esquerra) y los otros (PSC y PP) nos obligan a retroceder hasta la casilla de salida de 2006. Todos sabemos cómo acabará: con la promesa de un puente donde no existe ningún río. Por lo tanto, es mejor no engañarse y presentar al electorado las cosas claras. No podemos renunciar a la independencia porque España es irreformable. Cada acción, cada partida presupuestaria que falla o resulta insuficiente, cada promesa no cumplida, debe ser motivo de denuncia contra un Estado usurero e insolidario que lesiona los intereses de todos los catalanes, sean independentistas o no. ¿A quién perjudicó, por ejemplo, el decreto para favorecer la salida de las empresas de Cataluña en 2017? A todos. En cualquier país independiente de verdad —con estado, quiero decir—, la actitud de quienes lo celebraron, aunque fuera con la rebuscada excusa de que todo era culpa de los independentistas, sería considerada antipatriótica. En tiempos de guerra, por lo menos en muchos estados del mundo, todos saben cuáles son las consecuencias de lo que se considera una traición a la patria.

Puigdemont es la piedra en el zapato que incomoda a la política española —y también a los partidos catalanes— porque su presencia, su discurso, son los del hereje. Pues es oposición en España y también es oposición en Cataluña. Es la alternativa. Cuando un candidato está en boca de todos los demás, para menospreciarlo y atacarlo, significa que su presencia lo inunda todo y se ha convertido en el referente político del país. Para los unionistas, especialmente para el PSC, los Comunes y el PP, Puigdemont es el demonio, el independentista irredento que no quiere rendirse de ninguna manera. Para las nuevas formaciones políticas independentistas, incubadas en un ambiente de frustración, Puigdemont también es el referente, porque, aunque lo nieguen, se definen respecto de él. Son la escisión de la escisión, que es la esencia del derrotado. La retórica del bla-bla-bla.

Para los antiguos aliados en el Govern —para Esquerra, por no andar con tapujos—, la candidatura de Junts + Puigdemont por Cataluña es una amenaza real. Tienen pánico a ser desalojados de la Generalitat por incapacidad manifiesta. De momento, la opción de Puigdemont es la única que crece electoralmente. En 2017, la candidatura transversal que adoptó el nombre de Junts ya superó a Oriol Junqueras, aunque con un estrecho margen. Todavía no saben cómo ocurrió. Pero la verdad es que hay ciertas personas que tienen la capacidad para guiar e inspirar a los demás sin ningún tipo de coerción. Eso es el carisma. Y Puigdemont tiene carisma, sobre todo cuando pone manos a la obra y salta la muralla del partidismo para convertirse en el líder nacional que necesita el país. Esta virtud no lo convierte en un político infalible. No hay que exagerar, porque los políticos se equivocan tanto como nosotros al tomar decisiones en la vida cotidiana. El objetivo de Junts, con Puigdemont al frente, es convertirse en el primer partido de Cataluña, como lo era Junts pel Sí en 2015 (62 diputados), porque en las elecciones de 2017 y 2021 el privilegio correspondió a Ciudadanos y al PSC, respectivamente. Solo así, y a pesar de las dificultades que habrá que superar, el independentismo sobrevivirá.

La gente de Junts, y en especial el presidente Puigdemont, no cree que la independencia sea imposible y que haya que esperar a la irrupción de una nueva generación para conseguirla

Si la campaña electoral tiene como protagonista a Puigdemont, significará que los demás partidos le habrán hecho el trabajo. De momento, ya es así. En la conferencia de Elna, el presidente expuso muy claramente cuál era el sentido de presentarse nuevamente a las elecciones autonómicas. Es el momento oportuno para hacerlo, porque la ley de amnistía, a pesar del boicot activo de algunos jueces, posibilita acabar con la excepcionalidad del exilio sin renunciar a nada. La amnistía no tiene ningún coste político. Además, no es una solución personal, como lo fueron los indultos, sino una salida política para todos los afectados, un calmante necesario y previo, que abrirá las puertas para volver a empezar y hacerlo mejor de ahora en adelante. La gente de Junts, y en especial el presidente Puigdemont, no cree que la independencia sea imposible y que haya que esperar a la irrupción de una nueva generación para conseguirla. La trampa de los que reclaman consenso para decidirlo todo es que, apelando a las unanimidades, nunca se avanza. Como advierte Marina Garcés, el consenso es a menudo una forma de censura.

La conclusión a la que ha llegado Esquerra es que la independencia no es posible y que es necesario propiciar el consenso con el unionismo. Por eso lo apuesta todo a la hegemonía permanente del PSOE y de Sumar en el gobierno español para cambiar España. Con su pan se lo coman. Fracasarán, como fracasó Maurín en los años treinta, al pedir reconstruir España con la “separación” de Cataluña del estado cesarista, unitario y gendarme. Y como fracasó Cambó cuando se alió con la derecha española, y también Jordi Pujol, que era ambidiestro, y llenaba el saco (el “cove”) según la debilidad del aliado de turno, ya fuera de izquierdas como de derechas. Solo hace falta saber un poco de historia para darse cuenta de ello, o bien leer la prensa y constatar que el gobierno de Pedro Sánchez jamás defrauda, y por eso ha decidido recurrir al TC para frenar la iniciativa del Parlament a favor de la independencia. Nos quieren “normalizados”, pero, sobre todo, encadenados. Dicen desde la Moncloa que han tomado esta decisión “para evitar la fractura social”. Si de algo debiera servir conocer el pasado, es para no repetirlo. Desconfíen de quien les asegure que la celebración de un referéndum es abrir un conflicto. No será fácil conseguirlo, pero negar el derecho de los ciudadanos a decidir sobre algo tan importante como esto es, vuelvo a Garcés, censura. El expresidente argentino Raúl Alfonsín decía que con la democracia se come, se educa y se cura a las personas. Con la democracia también se decide el futuro. El independentismo es la respuesta desde abajo a un estado que, con la coartada del constitucionalismo, es —cuando menos— autoritario.