Hoy, 8 de marzo, como deberíamos hacer el resto del año, hablemos en femenino. Hablemos de crisis humanitaria, de refugiadas, de cientos de miles de mujeres abandonando como pueden un país en guerra. Por primera vez en la historia de Europa se ha aprobado la directiva de especial protección para refugiadas, una especie de luz verde que permite la movilidad en los países de la Unión, el acceso a un trabajo, a la sanidad, a la escolarización, a una vida digna. Sin esta respuesta, las refugiadas tendrían la misma suerte que en Gran Bretaña, donde solo se han tramitado 50 visados.

La Unión Europea ha respondido a la altura en esta crisis sin precedentes, la mayor en 75 años. Y qué otra opción había. ¿Nos imaginamos a casi dos millones de familias ―cifra de hoy― agolpadas en las fronteras de Ucrania atrapadas por los trámites de asilo? ¿Imaginamos campos de refugiadas de dos millones de personas, precisamente en las fronteras de los países a los que pedimos un mínimo de estándares democráticos? ¿O intentando ser parte de ese 1% de solicitantes que consiguen ese estatus en España? Si lo dimensionamos con Zaatari en Jordania, el mayor campo de refugiadas del mundo, con unas 165.000 personas, no hay frontera o país que acoja asentamientos de dos millones.

La medida es necesaria, importante, y debe ir más allá. La directiva ha de ir acompañada de políticas de acompañamiento e integración con el foco puesto en las mujeres. Son las madres, las abuelas, las hermanas, las hijas quienes han podido salir de Ucrania, quienes cuidarán de esas menores cuyas imágenes se nos han quedado clavadas en la retina. Niñas con las manos pegadas a los cristales de los trenes, jugando en la estación de Przemysl con las mismas mochilas, abrigos, peluches y miradas que las nuestras. Ellas son nosotras. Y no saben cuándo volverán, si en un año o en una década. 

La pandemia y ahora la guerra unilateral de Putin nos ha dejado lecciones clave para los desafíos del siglo XXI: ante crisis de gran calado, solo las medidas coordinadas y globales son eficaces

El desafío es de una magnitud insólita. Por eso mientras aumentan los presupuestos de defensa y Alemania vuelca el 2% de su PIB, China un 7% o Joe Biden un 5% por encima del presupuesto de la era Trump, deben aumentar en proporción los fondos de protección para mujeres y refugiadas. Si convenimos que esta es una guerra de Vladímir Putin que Occidente asume como propia por motivos de seguridad, pero también por la defensa de las democracias liberales frente a las autocracias, Europa debe diferenciarse también en la resolución de la crisis humanitaria. Y no puede pasar que en unas semanas estemos hablando de subidas de precios, de la inflación, del petróleo, de operaciones militares… y al mismo tiempo no se haga un seguimiento de la eficacia de la aplicación de la directiva de protección especial. 

La directiva, las políticas de acompañamiento y la resolución de la crisis humanitaria deberían volcarse en la protección de las mujeres vulnerables a la explotación, el crimen y la violencia sexual. En las que han salido y en las más de 20 millones de mujeres ucranianas que se quedan. La ONU cifró en un estudio de 2019 en torno a un 75% las mujeres ucranianas que denunciaron haber sufrido algún tipo de violencia desde los 15 años; y una de cada tres informó haber experimentado violencia física o sexual. Esto en cifras preguerra, descontando que es en el conflicto cuando se disparan las violaciones, el abuso y la trata. De hecho, ya hay denuncias de violaciones por parte del ejército ruso y el proxenetismo está fuertemente arraigado en Ucrania. Además, la brecha de género y desigualdad será cada vez mayor y la industria de vientres de alquiler será más difícil de controlar tras el conflicto.

La pandemia y ahora la guerra unilateral de Putin nos ha dejado dos lecciones clave para los desafíos del siglo XXI. Ante crisis de gran calado, solo las medidas coordinadas y globales son eficaces. Respecto a Estados Unidos, si las estrategias son comunes en las sanciones a Rusia, cerco económico al régimen, unión militar y de seguridad, Europa debería instar a la administración norteamericana a activar una medida de acogida similar a la europea. De momento, solo ha dado asilo a 75.000 personas con visas de turismo, negocio o estudiantes que estaban en el país cuando estalló la guerra, cuando comenzó la invasión.

Como señalaba el Washington Post en su editorial del pasado 4 de marzo, uno de los grandes fracasos morales de Estados Unidos en el siglo XX fue rechazar a refugiadas judías durante la Segunda Guerra Mundial y negar la entrada a desplazadas después de la guerra, especialmente a quienes sobrevivieron al Holocausto. Las líderes de hoy no deberían repetir ese error, concluye el editorial. Recibir a las ucranianas con los brazos abiertos es una obligación moral de Europa y de Estados Unidos. Si hay un mismo eje en lo militar, que lo haya en lo humanitario.