Hoy, Domingo de Resurrección, culmina la Semana santa, la fiesta más solemne de la fe cristiana, donde se conmemora el Triduo Pascual, es decir, la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Al mismo tiempo, estamos en plena Pesaj, la Pascua judía, madre de la cristiana, y recordatorio emotivo del éxodo del pueblo judío de Egipto. En ambos casos, la idea central es el sacrificio, como paso previo a la liberación —tanto desde la perspectiva física, como la espiritual—, y la fe en Dios es el motor de impulso. Por eso mismo, las dos religiones cuidan de la limpieza interior —el ayuno—, y exterior, con el judaísmo especialmente dedicado a limpiar a fondo las casas. Es un ritual de higiene que aleja al creyente de las cosas fútiles y lo acerca a la trascendencia espiritual.

Obviamente, el significado de la Pascua es muy complejo, y doctores tiene la iglesia —o la sinagoga— para averiguarlos, no en balde, se trata de un momento culminante de la fe. ¿Pero más allá de la mirada espiritual, tiene sentido una fiesta religiosa en una sociedad aconfesional —para decirlo en los acomplejados términos constitucionales—, o laica? Es un hecho que la Semana Santa se ha vulgarizado y que muchas de las expresiones religiosas están más vinculadas a la economía y al turismo, que a la reverencia a Dios, aparte de ser un respiro festivo. Pero la cuestión no es cómo ha mutado y qué beneficio sacamos todos aquellos que, amparados en el calendario, la celebramos sin ser creyentes, sino, si tiene cabida en una sociedad multicultural surgida del espíritu de la Ilustración: la separación entre las leyes y los dioses. Y la pregunta no es inocente, porque en general se formula desde posiciones de izquierdas y en términos de consigna política, con una mezcla de anticlericalismo rancio, y un considerable empacho de corrección política.

Cuando más anticatólica es la posición progresista, más proislámica resulta. Son las burradas del multiculturalismo mal entendido, usado como ariete ideológico.

Un anticlericalismo, hay que añadir, que no se escandaliza con todas las religiones, sino especialmente con la cristiana, derivado a menudo en una patética cristianofobia. Los ejemplos son múltiples y llegan al ridículo, como las polémicas Colauistas sobre el Belén de Sant Jaume, o la necia servidumbre que tienen algunos líderes ante el islamismo. Hace años lo resumí en una frase que es plenamente vigente: "los hay que tienen urticaria cuando ven a un cura, y un orgasmo cuando ven a un imán". Son los mismos que muestran su profunda indignación con las maldades históricas de la Iglesia, y se apresuran a recordar la Santa Inquisición, Pío XII y el bajo palio, mientras degluten sin problemas el yihadismo, la opresión de la charía, el adoctrinamiento misógino y homófobo, etcétera. Es decir, si se hace una maldad en nombre del Dios cristiano, es opresión secular, pero si se hace en nombre de Alá, entonces se proyecta una mirada paternalista y comprensiva, que resulta aterradora. Con una proporción inversa igualmente esperpéntica: cuando más anticatólica es la posición progresista, más proislámica resulta. Son las burradas del multiculturalismo mal entendido, usado como ariete ideológico.

Esta hiperideologización enfermiza de determinado progresismo con respecto a la fe católica, acaba derivando en una posición enormemente reaccionaria. De entrada, porque es reaccionario menospreciar nuestro legado católico, que nos ha definido como identidad durante más de mil años. Más allá de la creencia o la no creencia, pertenecemos a la tradición judeocristiana, y esta cultura ancestral nos ha otorgado conocimiento, valores, tradiciones y nos ha marcado colectivamente. Renunciar es desnudarse nacionalmente, estrechar la identidad, embrutecer la herencia secular. Es evidente que podemos enriquecernos con nuevas aportaciones culturales y religiosas, pero sin negar el pasado de decenas de generaciones de catalanes.

Aparte de este hecho identitario, también me parece reaccionario el desprecio hacia la fe, desde la "superioridad" de la razón, y lo afirmo desde posiciones racionalistas. Pero incluso los que somos incapaces de entender las sutilezas de la creencia en Dios, tenemos que reconocer un hecho incontrastable: la razón no ha resuelto los abismos del ser humano, ni sus miserias, solo ha intentado explicarlos, hay que decir, sin demasiado éxito. Desde esta cura de humildad, sería mucho más progresista un diálogo fluido entre creyentes y no creyentes, es decir, entre razón y fe, que una confrontación estéril. Al fin y al cabo, aquellos que han hecho un viaje interior, y honesto, de trascendencia espiritual, son gente de una gran riqueza valórica e intelectual. Para decirlo con precisión, podemos no creer en Dios y reconocer, al mismo tiempo, que los que creen en Dios nos enriquecen como sociedad. En el fondo es el concepto de la reflexión colectiva, incorporando los elementos que la fe, como gran creador de conciencia, otorga al pensamiento.

Renunciar es desnudarse nacionalmente, estrechar la identidad, embrutecer la herencia secular. Es evidente que podemos enriquecernos con nuevas aportaciones culturales y religiosas, pero sin negar el pasado de decenas de generaciones de catalanes.

Finalmente, el empacho políticamente correcto también ha comportado un rechazo a la intensa red de valores sociales que ha representado la fe cristiana durante siglos, hasta el punto de sellar el concepto "solidaridad" como progresista y el de "caridad" cristiana como reaccionario. ¿Pero puede haber solidaridad más extraordinaria, por ejemplo, que la de los miembros de la Orden de la Merced, los mercedarios, que se ofrecían en el siglo XIII para intercambiarse por los prisioneros cristianos capturados por los musulmanes, y que, a lo largo de su existencia, liberaron a más de 60.000 personas? O, hay más entrega y empatía que la de los misioneros que dedican su vida a las personas más vulnerables, en los peores lugares del planeta? Es evidente que en nombre de Dios se pueden hacer barbaridades, pero no se puede despreciar la extraordinaria luz que también puede otorgar su creencia. La solidaridad con el prójimo puede venir de las convicciones y las ideas, o de la intensidad de la fe, pero al final radica en el mismo lugar: mejorar la sociedad. No es más ética una que la otra, ni menos valiosa.

Este es el grave error que comete una parte significativa del progresismo: despreciar la religión como fuente de progreso. Y, sumado a este menosprecio, la mezcla perniciosa entre prejuicios anticlericales y dogmas ideológicos, en un totum revolutum que resulta delirante. Dios no es un concepto contrario a la razón, sino un elemento más en el complejo universo del pensamiento. Y en nombre de Dios, se pueden concebir ideas y valores luminosos. Es posible que los racionalistas, los ateos, los agnósticos nos sintamos incómodos con esta seguridad que la fe otorga a los creyentes, pero negar la importancia de viajar juntos en el camino del conocimiento, es errar el tiro. En todo caso, lo que no es aceptable es la persistente tontería de algunos dirigentes políticos y civiles que, sometidos a una auténtica borrachera de consignas prefabricadas, osan negar los valores religiosos, despreciar a los creyentes y borrar, de un plumazo, siglos de cultura compartida. No sé si Dios existe. Pero existe la idea de Dios, y es una idea valiosa. Y negarla, menospreciarla y embrutecerla no es el éxito de la razón sobre la fe, sino el patético resultado de confundir el pensamiento con la consigna.