La última reforma del Código Penal, que recibió el apoyo casi total de la mayoría de la investidura, suprimió un delito de sedición que no tiene acogida en el derecho penal común en la mayoría de los estados de la Unión Europea. Sin embargo, introdujo el delito de desórdenes públicos agravados, que castiga con prisión entre tres y cinco años la invasión de edificios e instalaciones o la obstrucción o corte de vías públicas cuando se desarrollen por multitudes singularmente aptas por su número, propósito y organización para afectar de manera grave al orden público. Una tipificación delictiva potencialmente muy peligrosa a la vista de la extrema creatividad interpretativa (tantas veces en aplicación real del derecho penal del enemigo) de la sala de lo penal del Tribunal Supremo, que es la que unifica la jurisprudencia y define el perímetro de las respectivas conductas delictivas. Veremos manifestaciones en el ágora y vía pública carentes de cualquier elemento de violencia o intimidación que serán finalmente objeto de acusación e incluso de condena.

La misma reforma introdujo un delito de malversación más leve (castigado con prisión entre uno y cuatro años) cuando no exista en la disposición de fondos públicos ánimo de lucro propio o ajeno, pero sí una afectación de dichos fondos a finalidades distintas de las previstas legalmente. Se rompía así la unificación en el rigor de la respuesta penal a los delitos de malversación apropiativa (en la que interviene ánimo de lucro propio o ajeno) y la constitutiva de mera administración ilegal de fondos, equiparada al delito de administración desleal para los gestores privados e introducida por la mayoría absoluta del PP de Mariano Rajoy en la reforma del Código Penal de 2015.

Aquella reforma tenía el único objeto de poder encarcelar a los altos cargos de la Generalitat que destinasen fondos públicos a un referéndum que se proyectaba muy próximo ya en 2015. Era lo que el PP quiso hacer por vía penal y no pudo con el president Artur Mas y el conseller Quico Homs ante la falta de tipificación delictiva cuando se convocó y desarrolló la consulta de 2014. Y fue también en otoño de 2015 cuando se reformaron el Código Penal y la ley orgánica del Tribunal Constitucional (TC) para crear ad hoc un delito de desobediencia respecto de los requerimientos que realizase el TC para ejecutar sus propias resoluciones, que antes no existía por tratarse de un órgano constitucional que no se integra en el Poder Judicial ni participa de la función jurisdiccional del mismo.

El Sánchez real es el que votó el 155, el que prometió tipificar penalmente el ejercicio plebiscitario del derecho a decidir y el que quería, y sigue queriendo ahora mismo, obtener con fines electorales la extradición y subsiguiente encarcelamiento del president Puigdemont

Con toda la crítica que merezca la tipificación delictiva de los desórdenes públicos agravados, la reforma aprobada el pasado 22 de diciembre parecía acomodar, aunque sólo fuese parcialmente (de los vigentes delitos de ultrajes a la bandera e injurias a la Corona hablaremos otro día) el derecho penal español al sistema de los otros derechos penales europeos y a los de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción de 2003, que no reconoce como delitos de corrupción las modalidades de malversación y prevaricación en las que no exista en acto o potencia el enriquecimiento propio o de tercero. Es decir, que no admite que las conductas sentenciadas en 2019 en el Supremo, las que son objeto en el mismo órgano judicial del encausamiento de los políticos exiliados o las que son objeto de acusación e inmediato enjuiciamiento en el Superior de Catalunya respecto de la presidenta Laura Borràs puedan ser considerados delitos de corrupción, que son los únicos que son objeto de universal tipificación delictiva en el mundo democrático y, singularmente, en los sistemas penales de los estados de la Unión Europea.

Sin embargo, Pablo Llarena —el magistrado del Tribunal Supremo que instruye la causa contra los políticos catalanes exiliados— dejó sin efecto las euroórdenes anteriores para el arresto y extradición de estas personas en el ámbito de la UE, al considerar que la sedición ya está despenalizada. Pero, de modo totalmente disparatado, mantuvo la acusación contra el president Puigdemont y los consellers Puig y Comín por el delito de malversación más grave, que exige ánimo de lucro y puede ser castigado hasta con doce años de cárcel. Y justificó esta absurda conclusión en la supuesta existencia del ánimo de lucro en los encausados por haber destinado fondos públicos a fines supuestamente ilegales vinculados a la preparación y ejecución del referéndum del 1-O de 2017, olvidando que en la sentencia definitiva de los ya condenados ni las acusaciones ni el Supremo definieron una malversación por desfalco, sino por simple administración ilegal. Otra vez nos hallamos en el TS con el partidismo más descarado, con la interpretación propia del derecho penal del enemigo.

Pero cualquier observador imparcial quedaría absolutamente perplejo cuando la tesis de Llarena sobre la malversación fue asumida por la Fiscalía (parece ser que con el visto bueno del fiscal general promovido por Pedro Sánchez) y por la Abogacía del Estado, directamente dependiente del gobierno central. Incluso ambas acusaciones llegaron más allá, al pedir el procesamiento de Puigdemont, Ponsatí, Comín y Puig por el delito de desórdenes públicos agravados, desconociendo que el propio Llarena reconoció en su interlocutoria que esa incriminación no es posible por faltar en todos ellos cualquier conducta violenta o intimidatoria.

La realidad es, pues, muy evidente y nadie puede soslayarla. El mismo Gobierno del Estado que promovió la reforma legal desarrolla ahora una (i)lógica represiva, intentando, ora una muy improbable extradición del president Puigdemont, ora el olvido por parte de su electorado de dicha reforma. Una reforma que es verdad que le ha generado prejuicios en términos demoscópicos en importantes sectores de su electorado. Pero estos prejuicios demoscópicos han sido más bien producto de la falta de pedagogía y del descontrol de los tiempos políticos por parte del PSOE, pero en cualquier caso el Gobierno del Estado ha retomado la vía represiva que nunca abandonó del todo.

No habrá amnistía ni desjudicialización. Las personas catalanas encausadas por los hechos de 2017 y por las protestas ciudadanas de los meses y años posteriores seguirán afrontando tortuosos procesos judiciales que les seguirán impidiendo planificar su vida personal y profesional. Los altos cargos de la Conselleria d'Economia muy probablemente afrontarán acusaciones de malversación agravada en su causa, que se elevará a juicio próximamente. Los demócratas catalanes y del resto del Estado arriesgarán cada vez que reivindiquen sus derechos en la vía pública o gestionen recursos públicos con destino a finalidades denostadas por las fuerzas unionistas. La mesa de diálogo se ha plegado definitivamente.

En estas condiciones, afirmar que el diálogo con el Gobierno del Estado ha dado frutos ya no sólo es que constituya un puro acto de fe. Es que encuentra el desmentido en los elementos todos de la realidad circundante. Porque el Sánchez real es el que votó el 155, el que prometió tipificar penalmente el ejercicio plebiscitario del derecho a decidir y el que quería —como nos advirtió Gorka Knorr—, y sigue queriendo ahora mismo, obtener con fines electorales la extradición y subsiguiente encarcelamiento del president Puigdemont.