Antes de hablar de literatura, dejadme que hablemos del precipicio entre la vida y la muerte. Situémonos en un piso antiguo del Eixample un sábado de marzo, pronto hará un año. Nuestro protagonista se llama Pau, todavía no sabe que once meses después debutará como narrador publicando La garota entre les dents (Columna, 2024) y llama al timbre del piso sosteniendo en las manos los postres que ha comprado en una pastelería portuguesa de Sant Antoni. Él todavía no sabe que horas después será culpable de un posible asesinato, como tampoco el ser vivo más esmirriado de aquel piso intuye que su vida, aquella noche, correrá peligro. En efecto, después del tartar de buey y una tabla de quesos, Pau mordisquea el último trozo de pastéis de Belém y se da cuenta de que en el comedor hay alguien que está penetrando una pelota de espuma oscura y con un número 8 serigrafiado, como si fuera 'la negra' del billar. Quien se la está follando con una actitud frenética es el pequeño conejo de los propietarios del piso, que se llama Gurb, es blanco como la nata y mantiene una relación sexo-afectiva, no marital, con una pelota. Solo hay una cosa que a Pau le guste más que los animalillos o los bichos: los animalillos o los bichos cuando follan. Interesado, pues, saca el móvil y graba un vídeo del mamífero orejudo cabalgando a su amante sin alma, pero justo después de esta grabación es cuando la historia se pone interesante y se precipita. El relato, sí, pero también el conejo.

Interesado por el roccosifredismo de la bestia, Pau se propone coger a Gurb para acariciarlo, pero olvida tres cosas: que sus dedos todavía huelen a pastelito, que él mide casi metro ochenta y cinco y que a los conejos no les gusta que los cojan en brazos, sobre todo cuando medio minuto antes han estado fornicando y todavía les dura una erección curiosísima. Dos segundos después de cogerlo en brazos, el conejo reacciona al olor de dulce de las manos de Pau igual como lo haría DJ Pastis ante uno de aquellos anuncios farmacéuticos de principios del siglo XX que recomendaban tomar cocaína para estar "despierto y alegre". En un movimiento fugaz y repentino, el animal se le escapa de las manos y su cuerpo de kilo quinientos gramos se precipita hacia el vacío en una caída desde 185 centímetros en la que, quién sabe, quizás el conejo ve pasar su vida como si fuera una película: el calor de su madre, las batallas con sus hermanitos para beber leche o las jaulas de aquella granja osonenca de donde un día salió para acabar aquí, en un piso donde está a punto de perder la vida. Cuando la bestia se cae al suelo, nuestro héroe Pau grita '¡mierda, mierda!' y el conejo se queda estático durante cinco segundos de angustiante quietud. Por suerte, resulta que no está muerto: simplemente estaba cagando sin que ninguno de los presentes lo percibiera, por eso cuando se empieza a mover deja cuatro bolitas marrones como Congitos encima del parquet, después se echa a correr, se escapa hacia su pelota y sigue fornicando como si no hubiera pasado nada. Como si la vida fuera eso: comer, follar, vivir aventuras y, si puede ser, mirar de cara a la muerte con naturalidad.

En este punto de la historia, quizás ya podemos empezar a hablar con propiedad y decir que nuestro protagonista, igual que el conejo, son reales y existen. De hecho, a Pau Cusí (Roses, 1995) y Gurb (Sant Julià de Vilatorta, 2021) los une una bonita amistad desde hace tiempo, a pesar de aquel accidente, medio homicidio imprudente medio suicidio. El conejo no es más amigo de Pau que el propietario de la bestia, sin embargo, que lógicamente también es uno de los dos arrendatarios de aquel piso del Eixample y, por si no os habíais dado cuenta, es también el autor de esta columna que hoy ha arrancado con dos párrafos que pretenden imitar el paucusinisme literario, con mayor o menor acierto. Si no os parece mal, pues, rompamos la cuarta pared y saltemos de la ficción a la realidad, también sacándome por fin la máscara de narrador omnisciente que tan mal sé utilizar, a diferencia de Pau, el ampurdanés que conocí hace cuatro años cuando entré a trabajar en el Grup Les Notícies de Catalunya y los dos compartíamos espacio laboral, por casualidad, ya que mi mesa estaba al lado de la sección de deportes de ElNacional.cat, donde él teóricamente escribía con frialdad impersonal noticias deportivas. "Pau Cusí, redactor de Deportes", me dijo Bernat Aguilar el día que me lo presentó, pero una semana más tarde, especialmente después de leer su crónica del espectáculo del Cirque du Soleil dedicado a Messi, me di cuenta de que aquel 'redactor de Deportes' era un escritorazo con un talento increíblemente natural. Allí empezó a incubarse una amistad que para alguien como yo, hijo único, se ha ido convirtiendo en una relación fraternal muy parecida a la que seguramente mantendría con el hermano que nunca he tenido.

Catalunya es un país pequeño donde la sinceridad solo existe, por desgracia, en los grupos de WhatsApp. El que comparto con Pau y dos amigos más tiene, desde el primer día, una foto de Pere Calders partiéndose el culo, seguramente porque todos los que estamos allí dentro amamos la literatura que provoca carcajadas. Cualquiera que vaya corriendo a la librería para comprar La garota entre les dents no solo se hartará de reír leyendo los seis cuentos que contiene, sino que se dará cuenta de que hay mucho de Pere Calders en cada texto, al igual que también de David Foster Wallace o Chuck Pahlaniuk, rápidamente. El libro es principalmente eso: una mirada ácida sobre la realidad, siempre con Roses como escenario, salpimentada con una mezcla de nihilismo, surrealismo y ternura en el fondo, a la vez que de escritura sencilla pero profunda en la forma. Si lo digo con estas palabras pomposas es porque en los últimos cuatro años debo ser, aunque está feo decirlo, el único ser humano sobre la capa terrestre que ha leído todo lo que ha escrito Pau Cusí, desde sus artículos de culto en Revers hasta su etapa en Nació Digital o sus miles de mensajes en WhatsApp, por eso hoy escribo este artículo como doctor honoris causa del paucusinismo y puedo afirmar, pues, que hay tres cosas que siempre orbitan en torno a sus textos: la fricción entre la vida y la muerte, la escatología como analogía de la fragilidad humana y el mundo animal como contraposición, inocente y llena de sentido, al mundo cruel y absurdo en el cual vivimos.

Dicen que los ampurdaneses están tocados por la tramontana, pero lo que diferencia a un loco de un genio es saber canalizar aquel paisaje, aquella habla y aquel talante en un universo concreto. Existe la cara B de la Costa Brava y seguramente es el anverso del paraíso, quizás por eso la literatura parece que nunca quiera hablar de ello, como si no se pudieran narrar de las miserias humanas que tienen lugar en Cadaqués, Roses o Empuriabrava, esos escenarios donde no solo los veraneantes tienen sueños por cumplir, sino también los vecinos que les sirven los gin-tonics, les vigilan haciendo de socorrista en la playa o los conducen de excursión con embarcaciones turísticas. En este mundo, tan idílico y a la vez tan sórdido, las historias de La garota entre les dents tienen el surrealismo kafkiano de un niño que se convierte en cangrejo o el costumbrismo mágico de aquel Sergi Pàmies de hace treinta años, por ejemplo en el cuento donde un adolescente se enamora de una pija de Girona que acaba en el hospital después de que en la primera cita, en una cala de Instagram, el palo de un parasol se le clave en la cabeza talmente como si fuera el asta de un kebab. El título es "L'amor és cec", como ciega es la certeza que tuve hace medio año cuando Pau me explicó que estaba escribiendo un libro y supe que no solo sería un gran libro, sino que conectaría con todo el mundo, tanto los sabelotodo que lo considerarán el enésimo iluminado del Empordà como los jóvenes —la xavalada, como dice él— que quizás durante dos horas dejará el Twitch o el TikTok en segundo término y se detendrá en una cosa tan analógica como un libro de papel. No tengo duda de ello. En mi casa, de hecho, incluso Gurb se ha vengado de su posible asesino devorándolo de cabo a rabo, literalmente, cometiendo el crimen de morderle el lomo y las escuadras de la cubierta. Esta historia, sin embargo, ya os la explicaré otro día, ya que hoy, antes de hablar del precipicio entre la vida y la muerte, quería primero que me dejarais hablar de literatura.