No ha sido en la Rambla de Barcelona, no ha sido en Cambrils ni en Ripoll, pero todos sabemos que, en realidad, sí. A Salman Rushdie nos lo han apuñalado en el comedor de casa, los que todavía tenemos casa, o ante nuestros ojos, los que todavía tenemos ojos. El escritor está muy mal herido, tiene 75 años y hace 33 que se esconde, que se esconde como puede, de la fetua o condena a muerte que continúa vigente. Perderá el ojo y, seguramente, la movilidad de un brazo. El cuchillo, la daga, también le ha agujereado el hígado del que ahora comen y seguirán comiendo tantos jueces. Cuando salga del hospital, tuerto y manco, se habrá convertido en un alma en pena, dependiente, inválido. En una amenaza viva para todos nosotros. Cuando volvamos a ver a Rushdie no podremos dejar de pensar en que esto es lo que les ocurre a los desobedientes, a los disconformes.

Se habrá convertido en una víctima aún más frágil, fácil de rematar para cualquier buen musulmán que quiera sentirse un héroe, el ángel de la venganza de Alá, como en las fantasías más viriles de los niños que juegan a la guerra mientras su madre prepara la cena. Somos de Alá y a Alá tenemos que volver, había dicho el ayatolá Jomeini, tres meses antes de morir, rabioso y vengativo, el 14 de febrero de 1989. Anunció a “todos los musulmanes valientes del mundo” que Rushdie y los editores de su libro Los versículos satánicos “conscientes del contenido” que estaban “condenados a muerte”. Así se imponía esta ley, hoy vigente, según la cual, del islam sólo tienen que hablar los que pueden. Concretamente los que pueden matarte, por decirlo de forma comprensible.

La lengua metida en el culo es ahora la mejor manera de seguir vivo porque hay personas que se ofenden por lo que dices. En todas partes encontramos seres humanos que se sienten tan ofendidos que se consideran con el derecho de taparte la boca, de decirte lo que tienes que decir e, incluso, cómo debes decirlo. Y también de decirte cómo debes callarte, porque los silencios no todos son iguales. Esta aberración la han denunciado muchísimas personas, de las cuales recuerdo a J. M. Coetzee en Contra la censura, un libro que explica muy bien que taparnos la boca acaba convirtiéndose en una pasión, un delirio y una ceguera de los déspotas. Está agazapado en nuestro interior, en el narcisismo, en el enamoramiento que tienes de ti mismo y de las ideas que consideras tuyas. A tu manera de hacer las cosas que consideras buena educación, en contraste y oposición con la manera de hacer que tienen los otros. Desde 1989 hasta el día de hoy no podemos dejar de reconocer que los puritanos como Ruhollah Jomeini están ganando la partida de forma visible e invisible. Vivimos en una sociedad más acojonada y alérgica a las ideas poco habituales. Personalmente lo entendí, de repente, en marzo de 2018 en una conversación pública de la Universitat de Girona a la que Xavier Antich nos había invitado a Valtònyc y a mí.

La sala estaba llena de estudiantes que tenían serias dudas sobre lo que nosotros estábamos diciendo y que hacían afirmaciones sorprendentes. Al menos para mí. Porque algunos estudiantes sostenían, en nombre de la buena educación que, tanto Josep Miquel Arenas como yo, deberíamos habernos expresado de otro modo, una forma mejor. Así la policía no nos habría perseguido. Otra forma, sin ofender a nadie, debíamos haber encontrado una expresión más puritana y pacífica, más arrodillada, que cundiera más. Esto lo aprendí ese día en la universidad, que ya me parece bien porque es un lugar donde vas a aprender cosas. Y de los alumnos siempre he aprendido más que de los maestros. Aprendí que, en el mundo en el que vivo, mucha gente todavía no ha entendido que la forma es el contenido y que lo más profundo no es otra cosa que la piel.

La imagen de Rushdie, desvalido y tuerto, es la encarnación de nuestra sociedad herida, atacada, que aspira a verlo todo claro y a mirarlo todo, a pensarlo todo

¿Qué habrá dicho Rushdie en Versículos satánicos para que le odien tanto? La verdad es que no mucho. Nada que no sepa perfectamente cualquier musulmán que, como él, haya nacido en Bombay en una casa de tradición islámica y que haya experimentado la contradicción entre la religión más puritana, inmovilista, y la educación librepensadora, propia de un mundo contemporáneo. Es la tensión, el drama humano entre la libertad y la identidad, entre el bien y el mal, de cuya sumisión y emancipación siempre habla la literatura, desde que el mundo es mundo. Porque, en teoría, la religión lo tiene todo resuelto pero esto sólo es una de tantas hipocresías nuestras. En el mundo real, resuelto, no hay nada de nada. Y que ante esta formidable colosal estafa, ante la incapacidad que tenemos todos los humanos de vivir una vida que valga la pena ser vivida, sólo nos queda la broma, el sarcasmo, la ironía, la derisión, la carcajada liberadora.

Basta con mirarle la cara a Jomeini en cualquier fotografía para entender que lo que no puede soportar es que se burlen de él. El guía de la revolución iraní y dirigente vitalicio de Irán se siente excesivamente importante. A un puritano le puedes insultar, le puedes decir de todo. Si le llamas asesino, todavía se sentirá orgulloso, contento en el fondo, porque eso quiere decir que es alguien temible. Harás de él un hombrecito que juega a la guerra, como cuando era pequeño y su madre preparaba la cena. En Charlie Hebdo se burlaban con crudeza de todas las religiones, pero también de los islamistas, del islam y de Mahoma, en cada número. En una famosa viñeta no sólo se atrevieron a representar a Mahoma, como hacían siempre. Lo sacaron haciendo una mueca de desesperación con el titular “Mahoma superado por los integristas”. Y unas supuestas declaraciones del fundador de la religión musulmana: “Es difícil aceptar que los que te aman son unos imbéciles”. Estos chistes y otros aún más venenosos costaron 12 muertos y 11 heridos el 7 de enero de 2015. Y una progresiva intimidación de los medios de comunicación ante cualquier poder efectivo y cualquier amenaza que tuviera posibilidades de llevarse a cabo. Medio mundo se ríe del otro medio, pero los hay que, si quieren, también pueden cortarte el cuello.

Los personajes de Versículos satánicos son como es la gente en la realidad y no como en el Corán o en la Biblia. No son buenos o malos, sino buenos y malos a la vez, al mismo tiempo, porque así somos todos los humanos, provistos de capacidad moral y de libertad. Un avión explota en pleno vuelo y dos indios de India, Chamcha y Gibril caen del cielo. Este es el sorprendente comienzo de la famosa novela. No sabemos si están vivos o muertos, sólo sabemos que no son ángeles ni demonios, porque, al fin y al cabo, son ángeles y demonios simultáneamente. Porque intercambian el mal por el bien, y a la inversa, con sorprendente habilidad. Y porque en la narración tampoco sabemos cómo distinguir a los ángeles de los demonios, ni a Satanás de Dios. El lector de la novela tampoco sabe si, en realidad, Gibril es el arcángel Gabriel pero lo encontramos entrevistándose con el Mahoma de los inicios, un comerciante árabe que quiere desesperadamente ponerse en comunicación, en comunión con la divinidad, un hombre desesperado que quiere oír al menos una palabra del más allá. Es entonces cuando Gibril se hace un glorioso y estentóreo pedo, como si fuera un personaje travieso de los Pastorets.

Mahoma, al fin y al cabo un humano, se inventa las revelaciones de Dios para fundar su religión. Tiene visiones que no se saben muy bien de dónde vienen, si proceden de su imaginación, si de Dios mismo o si de Satanás. El profeta tiene un escriba a quien va dictando el Corán, quien, poco a poco, se va dando cuenta de la superchería en la que está participando. Porque el escribiente, intencionadamente, introduce errores, cambios, sabotajes en el texto que, después, Mahoma no es capaz de identificar y los da por buenos, procedentes directamente de Dios mismo. Este escriba, según la novela de Rushdie, es el primer apóstata del islam que aún no ha nacido, el primero que pierde la fe en la naciente y fascinante religión del desierto. Porque, en contra de lo que dice el Profeta, su libro sagrado no está dictado directamente por Dios. Es una obra humana que sólo refleja las ideas y obsesiones de Mahoma, su subconsciente más que otra cosa. Especialmente en los pasajes donde se abordan los celos de un marido que quiere proteger a sus diversas mujeres de la mirada de los demás, cuando les impone llevar velo, cuando las proclama madres de los creyentes para que después de muerto, no puedan volverse a casar con nadie más.

Rushdie perderá el ojo si no lo ha perdido ya. Con el otro seguirá observando mientras le quede vida. Mientras tanto millones de creyentes de todas las religiones siguen encerrados en la falsa superioridad de la verdad revelada. Ciegos ante las evidencias, de todo tipo, que proclaman la miseria del oscurantismo, del totalitarismo, de la censura, de la esclavitud de las mentes que quieren pensar por sí mismas sin tutelas. La imagen de Rushdie, desvalido y tuerto, es la encarnación de nuestra sociedad herida, atacada, que aspira a verlo todo claro y a mirarlo todo, a pensarlo todo. A la libertad individual, de palabra y obra, y a la dignidad humana.