“No estamos usando la razón de forma racional.”

José Saramago

“De esa masa estamos hechos, mitad indiferencia, mitad ruindad”, puede leerse en una de las obras más perturbadoras, inquietantes y desazonadoras que jalonan la literatura reciente. Esa ceguera, que fue un ensayo para Saramago, ha salido de bambalinas para conformarse como la obra fundamental que se estrena y se reestrena en el gran teatro del mundo. La política se ha convertido en muchos casos en la obra de visionarios que pretenden arrastrar tras de sí a una masa ciega de la peor ceguera que está dispuesta a aplaudir, creer y secundar todo lo que les digan. Que está dispuesta a insultar, a odiar, a quemar las calles por ellos. Más allá de la razón o, más bien, sin que esta suponga una barrera para hacerlo.

Hablamos del político que se equipara al partido o a la idea que representa, más aún, que quiere conseguir que la única idea rectora se reduzca a él, a su liderazgo. Político que en el pasado llevó a cabo actos reprochables, tanto que cruzan la línea roja que los convierte en delitos. Así que cuando son descubiertos algunos de sus manejos, echa mano del gran comodín de la persecución política. Los hechos, tozudos; las pruebas, indubitadas; los testimonios, demoledores; pero ya no son nada ni significan nada porque todo son invenciones, cazas de brujas. Él es inocente sin importar lo que la razón aduzca; él disfruta de una presunción de inocencia que le corresponde por el mero hecho de ser quien es, más allá de la que cualquier ciudadano tendría. Una persecución política se alza contra él, un complot del deep state que quiere sacarlo de la vía para que no pueda ejercer su derecho a presentarse a las elecciones y representar a esa masa de fieles seguidores que le jalea. Es un mártir de la causa. Es la ceguera del que cree que su sola persona está por encima de partidos, causas o instituciones democráticas.

El sistema democrático está basado, entre otras cosas, en la convicción de que cada elector premiará o castigará racionalmente las acciones de los gobernantes, y no está preparado para que el votante aplauda la mala gobernanza y esté dispuesto a respaldarla pase lo que pase

Evidentemente, cuando la maquinaria judicial actúa en su contra, sus representantes legales comienzan una larga batalla en su defensa —y así debe ser— que actúa de forma coordinada en los tribunales, en las ruedas de prensa y en la acción política. Una de las primeras opciones es desprestigiar y atacar de modo global al sistema de justicia. Luego, utilizando todos sus conocimientos de derecho, se esforzarán en cuestionar la legitimidad del tribunal, investigar a sus miembros y rebuscar en su pasado para intentar apartarlos y, por último, cuestionar el propio procedimiento. En realidad se trata de retrasar, retrasar y retrasar. Taponar el avance del caso utilizando todos los medios procesales y legales al alcance hasta llevarlo al infinito o, más bien, hasta el punto que políticamente crean que les resulta favorable. Por ejemplo, llevarlo hasta un momento en el que la presión de su situación jurídica perjudique a sus propios competidores dentro del partido, que se verán obligados por la estrategia a protegerlo como un mártir de la causa, aunque por dentro sepan que es preciso apartarlo y nombrar a otros.

Forma parte de su estrategia utilizar la presión que los seguidores puedan hacer para intentar presionar primero al tribunal y luego para obviar las consecuencias de las decisiones que este tome. La ley importa menos que el ruido que puedan hacer tus fieles. “Está tranquilo porque sabe que es inocente y cuenta con el apoyo de la gente”, dirán sus próximos o él mismo. Lo que importa es el apoyo de los ciegos y hasta dónde estén dispuestos a seguirle y a mantener los ojos cerrados a cualquier evidencia. ¿A manifestarse?, ¿a hacer arder las calles?, ¿a irle a dar ánimos a su llegada o salida de los tribunales?, ¿a odiar incluso a los que eran sus amigos?

Los compañeros de partido de este político no suelen estar ciegos, pero sí divididos, en función de cómo afecte a sus intereses o a su carrera que el líder caído siga en pie o desaparezca de foco. Los más tozudos le aguantan el tirón, por si acaso. Algún verso libre afirma: “Si fuera yo, dimitiría del Parlamento por dignidad”. Suelen acabar escaldados los que no están ciegos ni mudos y el propio partido desgajado, desvirtuado y hecho jirones, si no es capaz de poner freno a la megalomanía del líder que pretende hacer pasar sus faltas poco más o menos que por un acto de generosidad.

No es el único ciego. El mayor deterioro democrático derivado de estas situaciones se produce cuando sus votantes, ciegos o con los ojos vendados, le aplauden y le jalean más que nunca, le hacen subir en las encuestas y hasta recaudan dinero para que pueda usarlo en su provecho personal. El sistema democrático está basado, entre otras cosas, en la convicción de que cada elector premiará o castigará racionalmente las acciones de los gobernantes y no está preparado para que el votante aplauda la mala gobernanza y esté dispuesto a respaldarla pase lo que pase. La democracia sólo funciona bajo parámetros racionales y la emoción y la fe ciega la desestabilizan con consecuencias fatales. Los votantes-creyentes que practican una suerte de religión cuya figura central de adoración es el líder, matarán las democracias. Lo que venga después, peor seguro, causará el destrozo total y para todos. Por eso deben inquietarnos los que aclaman al político como si fuera un líder evangélico, porque con su fe le están dando el poder para sojuzgarnos.

Hay demasiada gente meneando la frágil estructura sobre la que se asientan las democracias occidentales sin mirar ni atender a razones. Ese político que nunca puede delinquir ni ser castigado, simplemente, porque hacerlo va contra una ideología o un acción política; ese político está dispuesto a dinamitar esa estructura tan solo con que vea una leve esperanza de poder salvarse él mismo.

Esa es la obra de la ceguera de tantos.

Por si les surgen dudas, hablo de Trump, pero no sólo, claro.