Voy con Vita, la hija de Falgueras, a casa de mi madre, y entramos un momento en el despacho de mi padre. Desde que murió, hace veinte años, todo sigue en su sitio, tal como él lo dejó. Incluso hay una nota escrita en un post-it en la que se lee "Bryce, Janer". Yo sé el significado de esta nota, pero no lo explicaré y lo dejo para quienes les gusten los juegos de acertijos.

A Vita lo que más le llama la atención es el teléfono. Un aparato que le regalé a mi padre a principios de los noventa, porque me recordaba los trastos de despacho de detectives, con un toque que entonces ya era retro. La niña me pregunta qué es y le cuento que es un teléfono o, tratando de sacar mis inútiles dotes para la docencia, lo que utilizaban las personas antes de que aparecieran en nuestras vidas los móviles. No me cree del todo y me pregunta si puede llamar a su madre. Le digo que sí, coge el auricular, le digo que se lo ponga en la oreja, marco el número en el disco rotatorio, y en cuanto aparece la voz de Meri, Vita le dice emocionada: "mama, te estoy llamando desde un móvil gigante".

Yo, a quien mi padre llamaba "el container", porque no quería tirar nunca nada, porque todo tenía un significado sentimental, nunca he llegado a cruzar la línea del síndrome de Diógenes, pero me sabe mal haberme deshecho de unos cuantos objetos que ahora serían tesoros para una nueva versión de El planeta de los simios. ¿Se acuerdan de Charlton Heston de rodillas sobre la arena? "Yo os maldigo a todos", grita. Para las nuevas generaciones que creen que el ayer es hoy, estos objetos perdidos sirven para demostrar que hubo vida antes de Bad Bunny y compañía, y que no hay un qué sin un porque.

Curiosamente, los vinilos se han vuelto a poner de moda. No de forma masiva, pero tampoco para sentirte un friqui si compras uno, lo que hace que te preguntes cuál es la razón por la que —con la dictadura de la digitalización— el sonido imperfecto del analógico gusta tanto. Me puedo poner cursi y hablar de la nostalgia, o me puedo poner más cursi y hablar del sonido envolvente que tenían las voces, como si nos abrazaran, surcadas por la aguja del tocadiscos. Parecía que los intérpretes te cantaran a ti y no a la frialdad del cosmos, como sucede con las canciones colgadas en los servicios de música digital.

Con los discos en la mano, nuestra cultura musical tuvo, al menos, la oportunidad de descubrir, y esta es la magia de los objetos perdidos

Aunque no comulgáramos con alguna música que formaba parte de la discografía de nuestros padres, celebro haber tenido la posibilidad de tener el objeto disco en mis manos y manosearlo con la oportunidad de escucharlo. Con Spotify o YT Music, por poner dos ejemplos, si no conoces al músico, nunca lo encontrarás en la oscuridad de internet. Con los discos en la mano, nuestra cultura musical tuvo, al menos, la oportunidad de descubrir, y esta es la magia de los objetos perdidos. Había una vez...

Gracias a los discos de mis padres, descubrí a Brel, Brassens, Montand y Hardy, y a Raimon, Ovidi Montllor, Lluís Llach y Maria del Mar Bonet. Y escuché algunas sinfonías de Mahler, Ella Fitzgerald o Kurt Weill y Simon & Garfunkel, los Bee Gees de Massachusetts, y escuchar mil veces el disco rayadísimo de Abbey Road. También podías encontrar LP muy extraños, como las canciones revolucionarias de Ho Chi Minh. Una alucinación generacional. Pero si había un disco que me gustaba mucho, era Canciones para después de una guerra. En ese disco estaba la vida de los míos y su posguerra como perdedores de la historia, y me confieso: ya en la mejor de las juventudes, lo utilizaba, con mis amigos Cris, Pau, Albert y Pere, para amenizar las borracheras, cantando —en tono de burla— el Cara al sol. ¡Fachas, no flipéis!

Todo este saber musical no lo poseería si ahora tuviera veinte años y los discos fueran como este teléfono que ha dejado a Vita obnubilada. Por suerte, mi madre los guarda, y yo tengo mi colección de vinilos guardada, esperando a que los arqueólogos vengan a hacerle, cuando yo ya sea una mácula en el tiempo, la prueba del carbono 14.

Recuerdo el día en el que descubrí a The Beatles. Era el verano de 1971 y encontré, en los fondos de un armario de la casa de mis abuelos, en La Garriga, un single de cuatro canciones con cuatro chicos jovencísimos en la portada. El single no era de mis abuelos, pero al abuelo Joan me lo puso. Y de ahí a la locura. Llegué tarde a The Beatles. A mí me parecía una eternidad, pero hacía poco más de un año que se habían disuelto, y mis padres me regalaron un tocadiscos de pilas portátil con los altavoces en la tapa, que sonaba a rayos y truenos, pero que me servía para viajar por el mundo con la colección completa de The Beatles y dar la turra allí donde fuera. Si no he podido conservar todos los discos de los de Liverpool, los que han sobrevivido a mis migraciones existenciales los dejaré de herencia a mi hijo mayor, un apasionado de la música electrónica. Al pequeño le gustaba David Guetta.

Hay una frase de cuñado que dice que, "hoy, los objetos se hacen para no durar". Yo creo que quizás sí, pero en una sociedad en la que existe tanta oferta de todo, todo es más fácil de sustituir. Incluso se pueden encontrar tocadiscos completamente nuevos que suenan tan mal como ese portátil que yo transportaba por todas partes. Hace seis años compré uno, y cuando coloqué mi original de 33 revoluciones de Rubber Soul, que ha sobrevivido al tardofranquismo, a la Transición, a Felipe González, a Aznar y a toda la tropa, la aguja saltaba y sonaba nostálgicamente a rayos y truenos. En definitiva, entré en un agujero de gusano que me permitió volver al verano de 1971. Por si los jóvenes no lo saben, por aquel entonces también salía el sol y la gente trataba de pasar la vida como ahora: como podía. Y los objetos son la historia de un tiempo, de un país, que ya es un poco nuestro, vuestro y de ellos.