Hace sólo un par de semanas, el fenómeno Donald Trump parecía imparable. Contra todos los pronósticos, devoró a once candidatos republicanos para desesperación del establishment del GOP (Great Old Party, que es como se conoce allí al partido de Lincoln, Eisenhower y Reagan).

Los republicanos sólo necesitaban un candidato competitivo para recuperar la Presidencia tras ocho años de Obama y asegurarse la mayoría en las dos Cámaras del Congreso. Y de repente, apareció en su galaxia un OVNI incontrolable que los envió a todos al desván de los trastos inútiles. Hace muchos meses que los dirigentes de ese partido perdieron  el control de esta campaña, y ya saben que no lo recuperarán.

Lo intentaron todo para frenarlo, pero sólo consiguieron darle alas. Cuantos más obstáculos le ponían, más fuerte soplaba el huracán. Cuantas más alarmas hacían sonar sobre el peligro de su candidatura, más gente acudía a votar por él en las primarias.

El gorila llegó a imbuirse –y ahí cometió el error fatal que ahora está empezando a pagar– de un sentimiento de total impunidad. Parecía que podía decir cualquier enormidad sin que ello lo debilitara: “podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”, chulería en grado máximo. Y hasta creyó que podía prescindir de un equipo y de un aparato de campaña: no lo necesito, la campaña me la hacen mis rivales hablando todo el tiempo de mí –más chulería.  

En parte, tenía razón. Trump resultó invulnerable en el campo republicano  porque no es sino el producto destilado y llevado al extremo de lo que los propios republicanos sembraron durante ocho años. Es como el esperpento valleinclanesco, esa imagen deformada que devuelven los espejos cóncavos del callejón del Gato.

El gorila llegó a imbuirse –y ahí cometió el error fatal que ahora está empezando a pagar– de un sentimiento de total impunidad

Donald Trump no es el Tea Party, pero el fenómeno Trump no se hubiera producido si no hubiera existido antes el Tea Party. Él tomó todo el poso de sectarismo reaccionario que se depositó durante años en una parte de la sociedad norteamericana, lo llevó hasta sus últimas consecuencias y arrasó a todos sus oponentes con una sobredosis de su propia medicina.

Por eso Trump fue imbatible en la competición entre republicanos. No encontraron el antídoto para esa epidemia porque ellos mismos habían creado el virus, y el tipo los paralizaba disparando a granel con sus propias armas.

La hipótesis de una victoria de Trump en noviembre se hizo verosímil: de hecho, las encuestas daban un empate técnico entre Clinton y él. Ambos son sólidamente impopulares: se ha llegado a decir que Trump es el único republicano al que Hillary puede ganar y Hillary la única demócrata que podría perder frente a Trump.

¿Existía el antídoto? Sí, pero no lo tenían los republicanos, sino los demócratas. Era cuestión de descubrirlo y de aplicarlo sin contemplaciones. Eso es exactamente lo que han hecho.

Como ha escrito con acierto Pablo Pombo, el comportamiento de un individuo como Donald Trump responde a la lógica del acosador. Sentir el miedo ajeno lo envalentona y le hace crecerse; pero si de repente le plantas cara –o incluso lo acosas tú mismo- se desconcierta, reacciona de forma atolondrada y empieza a cometer errores fatales. Ese es el principio químico del antídoto que descubrieron los estrategas de la campaña demócrata: acosa al acosador y se vendrá abajo.

El secreto estaba en golpear a Trump, desde el campo demócrata, con los valores republicanos. El patriotismo. La creencia en la grandeza de América. La admiración hacia el triunfador y el desprecio por el pillo chapucero. El valor supremo de la familia. El respeto por los héroes de guerra. El odio a todo lo que recuerde a la antigua URSS, incluido Putin.

Todo eso se lo han volcado encima los demócratas al payaso, y han provocado una desbandada de pánico en las filas republicanas. ¡Nos atacan con nuestra munición! Estar cerca del candidato se ha vuelto tóxico para cualquier político republicano que se respete, y eso a menos de 90 días de las elecciones.

Además, casi todas las cargas de profundidad las ha colocado el mismísimo presidente Obama, transmutado en artificiero de primera.

El secreto estaba en golpear a Trump, desde el campo demócrata, con los valores republicanos. El patriotismo. La creencia en la grandeza de América

Primera bomba: Trump no es un republicano, ni siquiera un conservador. Es simplemente alguien que ignora lo que América representa: un egoísta antipatriota. (¡Y lo argumenta usando las citas más célebres de Ronald Reagan!)

Segunda: Trump desprecia a América y a su grandeza. Dice que América es débil, que nuestro ejército es un desastre, que tenemos que abandonar a nuestros aliados y desmontar la OTAN. ¿Qué patriota americano suscribiría semejantes cosas?

Tercera: Trump no es un triunfador, es sólo un ratero a lo grande, un pícaro que se hizo rico gracias al dinero de su padre y estafando a miles de personas. Y si no me creen, aquí les presento a otro multibillonario que se lo va a explicar. (Bloomberg: “Soy neoyorquino y reconozco a un timador cuando lo veo”).

Cuarta: Trump es sospechoso de connivencia con los rusos. Un socio de Putin. Es más, está complotando con el sátrapa ruso para interferir en las elecciones americanas. De ahí a pronunciar la palabra “traición”, hay un centímetro. No descarten que se llegue a ese punto.

Y la conclusión de todo ello: Trump no está cualificado para ser Presidente y Comandante en Jefe, es una locura entregar a un tipo así el botón nuclear con el que se puede destruir el mundo.

“Unfit”. Jamás antes se escuchó a un presidente en ejercicio aplicar ese término a un candidato presidencial en plena campaña. Es una descalificación definitiva, lanzada por quien aún posee la máxima autoridad para interpretar los deberes del cargo.

Y por si fuera poco, le ponen el anzuelo de un matrimonio musulmán cuyo hijo murió como capitán del ejército norteamericano en la guerra de Irak. Y el payaso muerde el cebo y, ciego de impunidad, se lanza al ataque contra los padres del héroe. En ese instante, traspasa el límite de lo socialmente tolerable. En Estados Unidos a las familias de los muertos en combate las llaman “Gold Star Families”, y son sagradas.

 En Estados Unidos a las familias de los muertos en combate las llaman “Gold Star Families”, y son sagradas

Lo extraordinario es que para destruir al monstruo los demócratas no han dudado en envolverse en la bandera nacional e invadir sin pudor el territorio semántico que siempre perteneció a los republicanos; y al mismo tiempo, han puesto sobre la mesa el programa más avanzado y progresista de su historia –cosa que no hubieran podido hacer sin la generosa colaboración de Sanders, que primero sofocó el motín de los suyos contra Clinton y después se puso al servicio de la causa.

Barack Obama no sólo traspasa a Hillary Clinton el legado de una presidencia excepcional. Además, halla la poción mágica con la que destruir al bicho y se ofrece a inyectársela él mismo, dando la cara para preservar a la candidata. Y también incluye en la herencia la maquinaria electoral más formidable y eficiente que se ha construido jamás.

Las últimas encuestas hablan ya de una ventaja de Hillary sobre Trump superior a 10 puntos, y de avances decisivos de la candidata demócrata en varios Estados clave. Evocando a Fernando Savater, esa es la tarea del héroe.