Escucho desganado a los meteorólogos de TV3 mientras advierten que se acerca una noche tórrida, todos ellos con la pérfida salivación masoquista que les agarra cuando las contingencias ambientales del país pueden acabar con nuestra existencia (observo también la habitual pasarela de declaraciones del común de la ciudadanía, explicándonos cómo intentan beber más agua aunque no tengan sed, que caminan por la sombra siempre que pueden y el caso de los compatriotas de poniente, que ya están acostumbrados a la canícula estival y a que los barceloneses solo se interesen por su desdichada existencia cuando hace calor). Según dicen los científicos y la Wikipedia, la hermana mayor de la noche tropical y de la noche ecuatorial ocurre cuando las temperaturas mínimas superan los veintiocho grados, con lo que sobrevivir al anochecer se parece bastante a encontrarse en aquel estado que mezcla la fiebre, el mareo, la desorientación y la angustia.
A pesar de ser enemigo de la nostalgia, yo pienso en cómo hace unos cuantos años celebraba altamente jovial las noches tórridas; no me refiero a los estallidos de ardor celestial, sino más bien a las mañanas que se alargaban en tardes y que, a su vez, derivaban en noches del más alto ardor de piel que se podía experimentar al lado de una señora. Aquello sí que eran noches tórridas, de manera absolutamente incontaminada, y no esta mandanga de ahora, que es el simplemente fruto de la irresponsabilidad y la estulticia humana con su propio medio natural. Actualmente, ahora que los almendros ya están batidos y que la vida solo nos regala el tedio de la rutina, pagaríamos felizmente la totalidad de nuestra (por otra parte escasa) fortuna ya no por una sesión altamente tórrida, sino que nos conformaríamos con la alegría de una tarde de cariño ecuatorial o una mañana mínimamente alegre en un rincón del trópico. Pero no, ahora y aquí solo hace calor.
Ruego que me vuelva el sudor a la piel, aunque sea una repetición innecesaria del éxtasis vivido ayer con aquel tsunami imaginario de carne deleitosa, una de aquellas mentiras que te haces solo y que, al fin y al cabo, solo sirve para escribir y enojar a la compañera ausente
Desde hace unos veranos, esta canícula me produce un temor y una marejadilla auténticamente pavorosos. En efecto, nuestra madre tierra se ha convertido en una bola de fuego y muy pronto nos tendremos que avezar a temperaturas africanas. A diferencia del frío, que se mitiga con un acto tan feliz y sencillo como es abrigarse, de esta fogosidad no hay cristo que pueda escaparse. Todo esto es una desgracia a nivel planetario, faltaría más: pero yo, esta noche particular, lloro la muerte del ardor en mi vida, compadezco que la existencia llameante y el sudor del cuerpo por motivos extradeportivos ya sea cosa del pasado. Por eso me sorprende gratamente que ahora, justamente ahora que el aire hierve y que me encuentro extrañamente solo en casa, me sienta tan feliz en la comodidad de este cuerpo abstracto que me abraza, cegador y caluroso. De hecho, mi dicha es tal que opto pasar esta noche de ardor atmosférica sin que el ventilador me magulle.
Yo que hasta hace muy poco, insisto, temía las noches tórridas porque creía que me acabarían ahogando, ahora las abrazo con impaciencia porque me traen unos recuerdos altamente fecundos. Mientras abrazo el aire caliente del cojín, no obstante, pienso que la analogía es ciertamente absurda, pues no tiene nada que ver el ardor del aire con la calidez sudante de una piel sedienta de compañía. Pero también pienso que hemos llegado a un momento, por desgracia, en el que la precisión de las comparaciones y la fuerza de las metáforas ya no tiene puta importancia. Quien me hubiera dicho que, a fuerza de la náusea y de la cobardía vital, acabaría celebrando esta noche tórrida e incluso haciendo lo posible para aumentar el efecto a base de renegar de cualquier aparato técnico que la pueda volver más soportable. Aunque la aparición de una diosa no tenga nada que ver con esta de fuego que se acerca a la cama, yo la esperaré como si fuera la propia Samotracia alada.
Los meteorólogos dicen que las noches tórridas acabarán pronto. No pasan ni un solo día sin amargarme la existencia. Ahora mismo, justo cuando acabo el artículo, ruego que me vuelva el sudor a la piel, aunque sea una repetición innecesaria del éxtasis vivido ayer con aquel tsunami imaginario de carne deleitosa, por mucho que al fin y al cabo sea una de aquellas mentiras que te haces solo y que, al fin y al cabo, solo sirve para escribir y enojar a la compañera ausente.