Cuando aún me dejaban impartir clases, solía decirles a mis alumnos, todos futuros compañeros, que lo único que no parece interesar en una sala de juicios es la verdad; las caras de sorpresa siempre eran las mismas y, después de una calculada pausa para que digiriesen lo que acababan de escuchar, les explicaba las razones de tan preocupante tesis.

En principio, y siempre suponiendo que estamos en un sistema de justicia tendente a la perfección, se parte de la errónea creencia de que lo que se busca en los juzgados es la verdad y eso no creo que sea así; en realidad se busca establecer una verdad, la verdad jurídica, como construcción a partir de la cual se puede aplicar el derecho de una u otra forma y que produzca un resultado con el que todos podamos convivir.

Verdad jurídica y verdad material no son lo mismo, pero cuanto más parecidas sean, más justo habrá sido el proceso y, sobre todo, el resultado.

Es decir, un proceso se acerca a un ideal de perfección cuando existe una asumible cercanía entre la verdad material —lo que todos entendemos por verdad— y la verdad jurídica, aquella que se construye para poder aplicar el derecho y solucionar un conflicto. Aquellos que pretenden construir verdades jurídicas amparándose en la verdad material simplemente no saben de lo que están hablando o son unos cínicos de mucho cuidado… por decirlo educadamente.

En realidad, los problemas surgen —y es ahí cuando ya comenzamos a hablar de injusticia—, cuando se pretende construir una verdad jurídica partiendo no ya de premisas falsas, sino, directa y claramente manipulando los hechos para, de esa forma, establecer no una verdad sino una aparente verdad —un relato— que permita propósitos claramente inconfesables.

En la persecución al independentismo este ha sido y es uno de los grandes problemas del nacionalismo español: no buscan construir una verdad jurídica compatible con la verdad material, sino, simplemente, establecer un relato y, sobre este, encajar el derecho como elemento instrumental que permita llegar al resultado esperado: el aniquilamiento del contrario, ya convertido en enemigo.

El juicio a Laura Borràs no irá de nada distinto a lo que llevamos años viendo: un empeño más allá de cualquier límite compatible con un Estado democrático para imponer un relato sobre el cual construir una sentencia condenatoria que permita sacarla de circulación, en este caso meterla en prisión.

No buscan construir una verdad jurídica compatible con la verdad material sino, simplemente, establecer un relato y, sobre este, encajar el derecho como elemento instrumental que permita llegar al resultado esperado: el aniquilamiento del contrario, ya convertido en enemigo.

Con esta dinámica comisiva hay muchos que están de acuerdo, aunque sean incapaces de reconocer que son parte del problema; no solo la fiscal del caso ha entrado en esta dinámica, también lo han hecho políticos y periodistas que, consciente o inconscientemente, han sido y son parte de un engranaje que se mueve en un sentido tan poco claro como antidemocrático.

La verdad material, aquella que cualquiera puede percibir, nos enseña que la única prueba sobre la que se había construido la acusación contra Laura Borràs no era otra que unos supuestos correos electrónicos que, primero, fueron obtenidos de forma ilegal, luego conservados sin ningún tipo de garantía de autenticidad e integridad y, por último, especial e interesadamente, seleccionados para dar una apariencia delictiva a unos hechos que, en el peor de los casos, constituirían una irregularidad administrativa ni tan siquiera sancionable.

Pero el relato que se ha construido es muy distinto y el proceso de construcción y establecimiento de ese relato —que no verdad jurídica— ha sido largo, doloroso y, sobre todo, muy poco ético y en el que, como digo, han participado muchos, incluso periodistas que luego se presentan como adalides de la verdad y la democracia, cuando no son más que cómplices de una forma de hacer política y entender la sociedad que dista mucho de ser democrática y que, parece ser, no se dan cuenta de que esa dinámica a la que amparan y dan cobertura mediática es otra forma de corrupción, seguramente una mucho más peligrosa que la que dicen estar denunciando.

La verdad material, aquella que cualquiera puede percibir, es que ante la inviabilidad de usar los correos electrónicos como prueba de cargo, se ha entrado en un mercadeo de testimonios que, mediante una suerte de rebajas invernales en las cuales todo es posible y todo es cedible, se pretende conseguir unas declaraciones que permitan incriminar a Borràs.

Se tratará de declaraciones pagadas que no se corresponderán con la verdad material, pero que pueden servir, si no se está atento, para generar una verdad jurídica que permita un encaje perverso del derecho. Los beneficiados por la compra de sus testimonios dirán lo que haga falta, no les importará la verdad, pero es que, además, ni saben lo que eso significa, solo les interesa salvar sus intereses, sea al precio que sea y esto sí que es una verdad y, además, incuestionable.

En la causa en contra de Laura Borràs ya se han comprado —el método de pago es lo de menos, porque no dejan de ser comprados—, que sepamos, tres testimonios y, como se verá a lo largo del juicio, son sobre los cuales las acusaciones —las tres acusaciones ahora existentes— tratarán de construir una sentencia de condena que sería todo menos una sentencia justa… no lo sería por la insalvable distancia que existirá entre la verdad material y la jurídica.

Lo peor del mercadeo de beneficios a cambio de testimonios es que estos nunca estarán, ni remotamente, cercanos a lo que ha sido la verdad material y, en cualquier caso, si terminan no sirviendo para generar una condena penal, sí que serán suficiente para establecer un relato sólido que sirva para la condena periodística, política y social de Laura Borràs.

Un testimonio pagado —sea con dinero o con otro tipo de beneficios, como ocurrirá en este juicio— nunca podrá ser tenido por cierto, pero nada impide que en un despiste de quienes tengan que enjuiciar los hechos, sea bastante para construir una mínima y condenatoria verdad jurídica; los testimonios pagados y la verdad son conceptos incompatibles y solo los miserables pueden arroparlos con el calificativo de verdaderos.

Edward Snowden decía que “todo el sistema gira en torno a la idea de que a la mayoría se le puede hacer creer cualquier cosa, siempre y cuando sea repetida en voz alta e insistentemente”; creo que en los tiempos que corren Edward tiene mucha razón y esta premisa es perfectamente aplicable al caso de Laura Borràs donde la sentencia se pretende construir a “golpe de talonario”, con testimonios comprados que nunca se acercarán, ni remotamente, a la verdad, digan lo que digan quienes creen que así se hace justicia.