Hace un mes, los medios de comunicación iban repletos de artículos y espacios dedicados a una serie de televisión llamada Adolescencia, y los comentarios viajaban entre la sorpresa y la estupefacción, como si los cuatro capítulos de la serie nos hubieran obligado a salir de una acomodaticia letargia parental mientras nuestro móvil hervía, invadido de imágenes reales colgadas en las redes sociales, donde los protagonistas eran nuestros hijos, convertidos en cazadores o en piezas de caza, situados en lugares supuestamente de disfrute. Estas realidades que caminan en paralelo a las ficciones basadas en hechos reales, también están a expensas de nuestras curiosidades de Homo sapiens sapiens y de pulsar una tecla del mando o del teléfono para hacerlas salir de la oscuridad. Los likes ya son lugares reservados a los killers internáuticos.
Y al terminar el último de los cuatro capítulos de Adolescencia, lo más habitual es que los adultos miren de reojo a unos hijos situados en la frontera o con ambos pies en la adolescencia, y se contesten con un NO rotundo a la pregunta de sí su hijo sería CAPAZ DE, incapaces nosotros de comprender ni controlar los mundos interiores de las personas de las que siempre nos habíamos creído propietarios. Dicen, y es un hecho, que redes sociales como TikTok o Instagram han alejado a las criaturas de la familia y las han insertado en un universo solitario, al amparo de una moralidad en construcción a través de una relación de mensajería privada y, a veces, anónima, o a través de unas virtualidades salvajes que les han dado la posibilidad de convertirse en personajes online, donde la realidad puede acabar convertida en un espejo mucho más intolerante que la ficción.
Los adultos podemos hacernos trampas al solitario diciéndonos que el bullying es un fenómeno del nuevo siglo, como consecuencia de unas redes sociales descontroladas, pero es mentira. Nosotros, sin redes sociales a nuestra disposición, también practicamos el acoso escolar, ahora denominado bullying, con compañeros de clase a quienes considerábamos débiles y, después del acto violento, la vida seguía en las escuelas como si no hubiera pasado nada de nada. Sin teléfonos a nuestra disposición para dejar constancia de nuestros pecados en busca de likes que nos ayudaran a cultivar la materia del ego supremacista, liderábamos o nos sumábamos al rebaño para no sentirnos excluidos o señalados cuando se trataba de practicar bullying a un compañero o una compañera de clase. Y solo hacía falta que fueras gordito, o llevaras gafas, o aparatos en los dientes, o fueras tartamudo, o introspectivo, o tuvieras un cierto amaneramiento en el gesto para, antes de cada curso escolar, cruzar los dedos pensando que este año quizás sería yo, o tú, o él, la víctima. Recuerdo, y lo tengo grabado en la memoria como una parte oscura de mi vida, el maltrato que le dimos a un compañero de clase. Su pecado era ser muy amanerado y, en aquella época de masculinidades tóxicas, los niños no estaban educados para aguantar a mariquitas, afeminados o mariconas —así les llamábamos—, y este compañero solía volver de la hora del recreo con las lágrimas mojando una bata llena de polvo y, a veces, de sangre. Lo peor de todo era el silencio de una escuela que ya en aquellos tiempos se vanagloriaba de ser una isla de conocimiento europeísta y moderno en medio de una Barcelona, entonces, controlada por un alcalde franquista. La vida del chico en el centro duró lo que dura un año escolar, 4.º de EGB, y desapareció de nuestra brutalidad convertida, en mi caso y pasado el tiempo, en mala conciencia. No creo que las cosas le fueran mejor en otras escuelas, porque el acoso escolar era dogma de fe en una sociedad educada en la intolerancia y la censura.
Nosotros, sin redes sociales a nuestra disposición, también practicamos el acoso escolar, ahora denominado bullying
El nuevo siglo ha tecnificado el bullying, pero el núcleo duro sigue siendo lo mismo. La intolerancia es como la mona vestida de seda. Un informe publicado por la Universidad Europea categoriza los tipos de violencia escolar. Se considera violencia si es continua, si hay un desequilibrio de poder y si existe una intencionalidad. Y se puede manifestar de manera directa —insultos, humillaciones y agresiones físicas— o indirecta —amenazas, rumores, mofas y calumnias. Y en cuanto a los tipos de violencia, la hay física, verbal, social, cyberbullying, psicológica, sexual, racial, de género o de orientación sexual. De estos nueve tipos de violencia, la única que nos diferencia de nuestros hijos o nietos es la del cyberbullying, y por el solo hecho de que, hace mucho tiempo, las redes sociales pertenecían al universo de las distopías.
Si no hubiera leído sobre el chico de trece años que en Mataró recibió una paliza desacomplejada por parte de un grupo de adolescentes, no habría escrito este artículo, porque la noticia no es nueva por reiterada, a pesar de las tres costillas rotas. Lo que diferencia mis años adolescentes de los actuales es un ambiente de violencia virtual que entonces no existía, y que choca con el buenismo con el que las autoridades escolares tratan a unos niños ultraprotegidos psicológicamente, hasta el punto de que una psicóloga —un caso real y próximo— puede reñir a una madre por poner en peligro la estabilidad mental de su hijo al no querer adaptarse a los caprichos de su exmarido. "Si su ex no le devuelve los pasaportes, pues no viaje", le dijo. Y choca que, con esta violencia que se extiende como una ola invisible, el niño crezca con la convicción de que, cuando se equivoca, los padres tienen que parlamentar y no castigar para no herirle una sensibilidad pretendidamente inmaculada. Una idiotez que ha hecho que a los niños o adolescentes se les evalúe escolarmente con un NO (No Consecución), un AS (Consecución Satisfactoria), un AN (Consecución Notable) y un AE (Consecución Excelente). Eso del 0 o del 10, del 4,5 o del 7,75 queda en la memoria de otras épocas, en las que al niño o al adolescente se le preparaba para asimilar mejor el fracaso. Y cuando eres incapaz de asimilarlo por una superprotección mal entendida, los seres crecen odiando al débil y zurrando a todos los condiscípulos que no consiguen el nivel AE en la asignatura del ego supremacista, materia fundamental para sobrevivir en una sociedad cada vez más parecida a la que describió Anthony Burgess en La naranja mecánica.