La Navidad es mucho más que una fecha en el calendario o una sucesión de comidas copiosas y compras frenéticas. Es el espejo en el que una civilización se reconoce a sí misma, el momento en que los valores que sustentan nuestras sociedades se hacen visibles, tangibles, compartidos alrededor de una mesa con quienes amamos. Y en estos tiempos que corren, celebrar la Navidad es un acto de resistencia cultural, un mandato civilizatorio que trasciende lo meramente religioso para convertirse en la afirmación misma de quiénes somos y qué queremos seguir siendo.

Cuando era niña, en un colegio de monjas, empaparme de valores de los que hoy estoy profundamente orgullosa no era una imposición, sino un regalo envuelto en la cotidianidad. La Iglesia católica, por muy criticable que sea en muchos de sus aspectos históricos y en sus actuaciones concretas, cumplía una función social fundamental que hemos perdido sin saber bien qué poníamos en su lugar: era un espacio donde el vecindario se reunía una vez por semana, no solo para rezar, sino para reflexionar sobre cuestiones de índole ética, moral y social. Era un lugar donde las preguntas que nos trascienden (sobre la muerte, el sentido de la vida, el amor, la esperanza, la fe) tenían cabida. Era, en esencia, un espacio de comunión y cuestionamiento que la sociedad laica no ha sabido reemplazar adecuadamente.
Hoy, formando mi propia familia junto a mi marido, que fue educado en un colegio judío y ha llegado de forma independiente a las mismas conclusiones que yo, reconozco estar más cerca del sentimiento que tenía de pequeña precisamente porque he transitado una vida con episodios diversos en relación a estas tradiciones. Lo fundamental sigue siendo lo mismo: el amor, la verdad, la justicia, la familia, lo sagrado de la pareja, el proyecto común, el respeto hacia los demás. Estos son los valores que dan verdadero sentido a la existencia, y la Navidad es la manifestación más potente de todos ellos. Por eso los transmitimos a nuestros hijos, no necesariamente dentro de las iglesias, sino en el corazón de nuestro hogar, porque sabemos que eso es lo que sostiene una civilización en sus raíces.

Hemos sacrificado el repositorio de sentido que la religión ofrecía sin construir nada sólido en su lugar

El vaciamiento silencioso: cuando la laicidad se convirtió en ausencia de principios

Existe una confusión deliberada (o profundamente ingenua, no sé cuál es peor) entre laicismo y secularismo. El laicismo verdadero no es la negación de la religión ni de los valores que de ella se derivan. El laicismo es, correctamente entendido, la garantía de que el Estado no impone una verdad religiosa única, que protege la libertad de conciencia de todos. Pero lo que hemos experimentado en Occidente en las últimas décadas no es laicismo: es una especie de secularismo militante que ha vaciado progresivamente la sociedad de sus referencias morales sin (y aquí está el drama) sustituirlas por un compromiso ético real que pudiera servir como brújula colectiva.
Se nos dijo que la religión era oscurantismo, que la tradición era retraso, que los valores heredados eran opresión. Se nos prometió que la razón pura, la ciencia y el progreso técnico llenarían ese vacío. Pero lo que hemos obtenido es precisamente lo contrario: una sociedad desmoralizada, desorientada, presa del vacío existencial que la modernidad tardía ha generado. Hemos sacrificado el repositorio de sentido que la religión ofrecía sin construir nada sólido en su lugar. Y así, la gente vaga en busca de sentido, consumiendo, escapando, refugiándose en narcisismos digitales y pseudo-filosofías que la dejan todavía más vacía.

Pero el problema no es solo abstracto. Hay una estrategia deliberada, multifacética, sistemática. Hay ataques concretos a los pilares sobre los que descansa nuestra civilización. Ataques a la familia como institución; ataques a la religión no solo como creencia individual sino como factor de cohesión social; ataques a lo espiritual y a la posibilidad misma de que exista una dimensión trascendente en la vida; ataques a la pareja entendida como compromiso sagrado y proyecto de vida compartido; ataques incluso a la percepción que cada persona tiene de sí misma, de su propio cuerpo y su identidad, a través de legislaciones que pretenden que el género es una construcción social completamente divorciada de la realidad biológica.

El ataque a la familia: cuando lo más íntimo se convierte en objeto de ingeniería política

La familia ha sido siempre el núcleo básico de transmisión de valores, de formación de la personalidad, de enraizamiento en la historia y la tradición. Y precisamente por eso es objeto de un ataque sin precedentes. No es casualidad. Hay una continuidad histórica: Marx ya sabía que debía destruirse la familia para construir la sociedad comunista que imaginaba. Las teorías marxistas fueron evolucionando, adaptándose, metástasis ideológicas que hoy resurgen bajo etiquetas distintas: perspectiva de género, ideología de género, teorías queer.
Lo que ayer era un proyecto totalitario explícito se ha convertido en algo más insidioso: una serie de políticas públicas, leyes, currículos educativos, campañas de “sensibilización” que buscan, por pasos graduales, vaciar a la familia de su significado tradicional. Se expande la definición de familia hasta que cualquier agrupación de personas que comparta vivienda se considera una “familia”. Se diseñan leyes que relativizan el concepto de paternidad y maternidad. Se pretende que el Estado, no los padres, sea quien eduque en valores. Y mientras tanto, se fomenta una cultura del divorcio fácil, de las relaciones “sin compromiso”, de la satisfacción del deseo inmediato por encima del proyecto de vida compartido.

Las leyes trans: cuando el poder reescribe la realidad

Y luego están las leyes trans. Se nos presenta como un asunto de “derechos humanos” y “no discriminación”, pero lo que realmente está en juego es mucho más profundo: es el derecho del poder público a reescribir la realidad misma. Si puedo cambiar legalmente de sexo sin criterio médico alguno, si puedo solicitar ese cambio desde los dieciséis años (y en algunos casos con autorización judicial desde los doce), si eso implica una redefinición legal de mi propia identidad que afecta a derechos, responsabilidades y percepciones de mi yo más básico, entonces hemos llegado a un punto donde la verdad material, la realidad corporal, ha sido subordinada al deseo o la autopercepción.

No se trata aquí de negar la realidad de las personas que viven angustia con respecto a su género. Se trata de que esa problemática individual ha sido convertida en una palanca de transformación radical de la sociedad, en un instrumento de deconstrucción de las categorías básicas mediante las cuales los seres humanos se comprenden a sí mismos. Es la imposición de una fantasía ideológica sobre la realidad compartida. Y los niños y adolescentes son objeto de una presión sin precedentes para que “cuestionen” su identidad de género, para que adopten pronombres inventados, para que acepten una visión del cuerpo como mera construcción social sin anclaje en la biología.

El wokismo como anticultura: la disgregación sistémica

Debajo de todo esto (la desconstrucción de la familia, el ataque a la religión, las leyes trans, la cancelación de la historia, la censura de la palabra) subyace una lógica común: la disgregación deliberada de los vínculos que mantienen a una sociedad unida. El wokismo no es un movimiento de “progresismo” genuino. Es una anticultura, una ideología basada en el resentimiento, la victimización permanente y la deconstrucción de todo lo que existe sin ofrecer nada constructivo a cambio.

El wokismo niega la posibilidad de la verdad universal, pero paradójicamente lo hace mientras impone su propia verdad de forma totalitaria. Niega las diferencias biológicas reales, pero exacerba las divisiones identitarias hasta la paranoia. Predica la inclusión mientras práctica la cancelación de todo lo que no piensa exactamente como dicta. Es la muerte de la cultura occidental disfrazada de emancipación.

El wokismo es una anticultura, una ideología basada en el resentimiento, la victimización permanente y la deconstrucción de todo lo que existe sin ofrecer nada constructivo a cambio

El hedonismo, el infantilismo y el vacío existencial

Mientras tanto, existe en las sociedades occidentales contemporáneas una huida sistemática del sentido en favor del placer inmediato. El hedonismo no es simplemente la búsqueda de la felicidad (que es natural y comprensible), sino la evasión del deber, de la responsabilidad, de la transcendencia. Es la conversión de la vida en una sucesión de consumos, de experiencias superficiales, de distracciones digitales que impiden el pensamiento crítico y la reflexión profunda. Y asociado a esto, hay un infantilismo generalizado: la negativa del adulto a asumir su rol, a establecer límites, a transmitir valores exigentes. Los padres temen ser “autoritarios”, así que abdican de su responsabilidad. Las instituciones evitan los estándares de excelencia por miedo a “excluir”. La sociedad se adapta a los caprichos del presente sin memoria del pasado ni preocupación por el futuro. Es un presentismo absoluto, una negación de la continuidad histórica, un infantilismo elevado a principio rector de la convivencia. La ignorancia humanista es profunda. Hemos abandonado la lectura clásica, el estudio de la historia, la filosofía. Hemos optado por algoritmos que nos venden lo que queremos escuchar. Hemos sacrificado la profundidad por la velocidad, la verdad por la inmediatez, el sentido por la distracción. Y en ese vacío, es fácil que prosperen ideologías totalitarias envueltas en papel de regalo progresista.

Amenazas convergentes: islam, wokismo, hedonismo y la crisis de Occidente

Estas amenazas no actúan aisladamente. Se refuerzan mutuamente en la destrucción del tejido civilizatorio occidental. Por un lado está el islam político, que opera desde fuera pero también desde dentro de nuestras sociedades, con una intención explícita de transformar Occidente conforme a sus principios. Por otro lado está el wokismo, que por absurdo que parezca, realiza un trabajo similar desde dentro, deconstruyendo los fundamentos de nuestra civilización con una metodología que mina toda posibilidad de resistencia coherente. Encima de todo esto flota una cultura de hedonismo ultraconsumista que mantiene a la población apática, distraída, incapaz de percibir que sus valores están siendo reemplazados. Y todo esto tiene como caldo de cultivo un infantilismo profundo, una negativa de occidente a asumir que está en guerra por su propia supervivencia cultural. Porque eso es lo que está ocurriendo. Occidente, que ha generado los mayores logros culturales, científicos y filosóficos de la historia, está permitiendo su propia muerte. La libertad que su propia tradición defendió se está convirtiendo en la libertad para la autodestrucción. El relativismo moral que en teoría debería ser tolerante se manifiesta como un totalitarismo enmascarado.

La Navidad como acto de resistencia: el valor de la transmisión

Por todo esto, la Navidad adquiere hoy un significado radicalmente diferente al que tenía hace una generación. Ya no es simplemente la celebración del nacimiento de Cristo, aunque lo es. Es un acto de resistencia cultural. Es la afirmación de que siguen existiendo valores, que la familia sigue siendo el núcleo sagrado de la sociedad, que el amor y el compromiso tienen sentido, que la vida tiene una dimensión espiritual que no puede ser reducida al consumo o a la satisfacción del deseo.

Cuando celebro la Navidad con mi familia, cuando transmito a mis hijos los valores que recibí en aquellas aulas de monjas, no estoy haciendo algo anticuado o reaccionario. Estoy actuando como guardia de un templo que otros quieren demoler. Porque los valores que se transmiten en la Navidad (el amor desinteresado, la generosidad, el encuentro, la reflexión sobre lo trascendente, el respeto a los mayores, el cuidado de los más débiles) son universales, humanos, y siguen siendo la única base sólida sobre la que construir una sociedad viable. La Iglesia católica, con todos sus defectos, con todas sus culpas históricas que deben ser reconocidas y analizadas críticamente, cumplía y cumple una función que no hemos sabido reemplazar: era el lugar donde el vecindario se reunía a preguntarse sobre lo esencial. Era imperfecta, es verdad. Pero existía. Y su abandono no ha sido sustituido por nada equivalente, solo por un vacío que se llena de consumismo, de ideología y de desesperación silenciosa.

Defensa de la civilización: el mandato de hoy

Tenemos, quienes amamos nuestra civilización, quienes la entendemos no como dominación sino como herencia compartida de logros culturales, artísticos, filosóficos y científicos, un deber renovado: defenderla, cuidarla, celebrarla. Y celebrar la Navidad es parte inseparable de ese deber. Porque hacer una cosa es hacer la otra. No se trata de imponer la religión a quienes no la comparten. Se trata de defender el derecho a mantener viva una tradición, a transmitir valores no porque vengan de una institución religiosa sino porque son verdaderos, porque son humanamente necesarios, porque sostienen la convivencia digna. Nuestros hijos necesitan saber que existe el amor que trasciende el interés, que existe la verdad diferente a la que ofrecen los algoritmos, que existe lo sagrado, que existe un deber que cumplir que va más allá de la satisfacción personal. Necesitan raíces. Necesitan saber que vienen de una tradición, de una civilización, de una forma de estar en el mundo que merece ser preservada.

Por eso, en esta Navidad, invito a cada uno de ustedes a hacer un acto consciente de resistencia cultural. Celebren con profundidad. Reúnanse alrededor de una mesa, no para consumir sino para compartir. Hablen de lo esencial. Enseñen a sus hijos los valores que consideran verdaderos. Lean a los clásicos. Hagan preguntas que trascienden. Defiendan su tradición, su familia, su forma de entender el mundo. Porque, mientras lo hagamos, mientras transmitamos, mientras nos resistamos a la marea del vaciamiento, el alma de Occidente seguirá palpitando. Y quizás, solo quizás, nuestros hijos hereden no un continente en ruinas, sino una civilización que supo defenderse en el momento en que más lo necesitaba.

Feliz Navidad.