Guillem Tarrés hace videoblogs. Habla de Barcelona, de Josep Pla, del Barça, de sus vacaciones. Incluso de los planes con su novia. Esta semana se ha hecho viral un fragmento de un vídeo suyo donde explica que, para pedirle salir, pensó exactamente cuáles serían las palabras y el momento más adecuados. Además, le llevó flores. "Estoy muy en contra de las relaciones que no se atreven a decir qué son y que ni siquiera lo hablan". Guillem fue el epicentro de un debate que se extendió hasta que, claro, espoleó una controversia sobre la monogamia. El episodio me interesó porque me da la impresión de que los que estamos entre los veinte y los treinta hemos hecho el viaje de las relaciones abiertas, las poliamorosas y de todo lo que no es monógamo.

La demostración de todo ello —la más palpable dentro de los códigos digitales de la juventud— es que En defensa de Afrodita se ha convertido en un meme. Para los que no estéis al tanto, En defensa de Afrodita es un libro que se vende como "un cántico colectivo a unas nuevas formas de relacionarnos [...] libres y no coercitivas donde la libertad sexual sea la garante de la construcción de la persona nueva en una nueva sociedad". Hoy, sin embargo, es percibido más como lo describe Pau Cusí: "Una idea idílica vendida con palabras grandilocuentes y vacías de contenido que contó con prescriptores reverenciados y que, al cabo de unos años, se demostró que no se aguantaba por ningún lado". Diez años después de publicarse este libro, la mayoría de nuestras experiencias personales lo han desacreditado y, cuando alguien hace una crítica a la monogamia, la manera más fácil de invalidarlo es caricaturizarlo asociado a este libro.

Este periplo generacional ha hecho que el tío guapo, simpático y en una relación abierta; el tío que antes te parecía deseable, maduro y con la interioridad trabajada, ahora lo veas como un aprovechado

Lo que la teoría del libro pinta de color de rosa ha acabado convirtiéndose en un agujero negro de abusos emocionales. Todos hemos tenido un amigo —si no, hemos sido nosotros mismos— atrapado en la telaraña de un vínculo sin nombre, de una relación abierta en la que todo se hablaba en asamblea pero uno de los dos pensaba: "Si quiero cerrar la relación, me dejará". Una relación poligámica en la que siempre eras la tercera pero nunca la novia. Una relación en que la responsabilidad afectiva era la bandera pero, casualmente, una de las dos partes dejaba una ristra de cadáveres sentimentales a su paso. Este periplo generacional ha hecho que el tío guapo, simpático y en una relación abierta; el tío que antes te parecía alguien deseable, maduro, interesante y con la interioridad trabajada, ahora lo veas como un aprovechado. Un hombre "deconstruido", vaya. Un sospechoso si tienes buena suerte y un tonto tóxico si no la tienes.

No es exactamente la edad lo que nos ha hecho cerrar el círculo. Es la práctica. Para esta gente, los puritanos somos los que hemos hecho de la poligamia una red flag. Para nosotros, esta gente ya ha prescrito

No es exactamente la edad lo que nos ha hecho cerrar el círculo. Es la práctica. Una práctica que hemos podido llevar a cabo porque la moda en cuestión estalló en un momento en que su ejercicio no era imposible. Es desde aquí que siempre hay un par de momentos que me saben mal. Uno es comprobar a menudo —vía tuits, artículos o conversaciones— que hay adultos de las generaciones precedentes que todavía entienden la poligamia como el santo grial que soluciona todos los males de la monogamia. Lo ven como una apuesta disruptiva e innovadora. A la mayoría de los zennials y millennials ya hace una temporada que nos huele a chamusquina. El otro momento es darme cuenta de que las experiencias relacionales de estas generaciones nacían con las opciones capadas. Por eso el ideal todavía no se les ha hecho añicos y todavía pueden agarrarse a eso como una fuente de esperanza. Para esta gente, los puritanos somos los que hemos hecho de la poligamia una red flag. Para nosotros, esta gente ya ha prescrito.

Disociar sexo y sentimientos, a las mujeres que no lo hacemos, nos hace carne de cañón de situaciones injustas en las que siempre acabamos heridas

Hace pocos días, los españoles tuvieron un debate parecido en torno a la liberación sexual. Carlos Peguer, del pódcast La Pija y la Quinqui, dijo en uno de estos programas de la izquierda simpática madrileña que en la comunidad homosexual masculina "se folla mucho, pero hay un miedo brutal al compromiso". Evidentemente, le cayeron encima acusaciones de puritanismo y toneladas de odio. En mi cabeza, sin embargo, sonó la campanilla de una idea que les había oído a Júlia Bacardit y Anna Pazos, Les Golfes. Hablaban de la capacidad de los hombres para disociar sexo y sentimientos y de como eso, a las mujeres que no los disociamos, nos hace carne de cañón de situaciones injustas en que siempre acabamos heridas en las relaciones con hombres heterosexuales. Tras este enfoque enlazaron una cita extraída de un tuit: "Eso es lo que siempre dijo el catolicismo, pero el catolicismo no lo jugó nunca a favor nuestro, de las mujeres". Tenían razón.

Mi generación no va hacia atrás. Hemos entendido que la libertad no necesita modas y que ser monógamo o escoger no follar no nos hace enemigos

Estos dos momentos me sirvieron para ver la luz y entender que mi generación no va atrás. No somos ni más conservadores ni más puritanos que nuestros padres. En términos de relaciones románticas y sexo, somos más libres del que lo fueron ellos. Porque hemos entendido que la libertad no necesita modas y que ser monógamo o escoger no follar no nos hace enemigos. En una especie de juego de prueba y error, hemos podido comprobar que hay grandes eslóganes que no van a favor de nuestro bienestar sentimental, por mucho que de entrada las portadas de los libros que los recogían fueran de color de rosa; que los ideales frescos e innovadores no sirven de nada si detrás hay malas personas, y que la mejor manera de relacionarnos es ser generosos con la gente con quien tenemos historias: queriéndolos por encima de nuestro deseo sexual siempre que convenga, escogiendo no abusar emocionalmente de ellos o aprovechar su enamoramiento para mantenerlos en una zona de grises a conveniencia o pensando que con una charlita semanal desde la responsabilidad emocional basta para hacer huir el malestar del otro. Mi generación no va hacia atrás porque todo esto no lo puede borrar y va adelante por el mismo motivo.